lunes, 7 de abril de 2014

Primer pregón, primer capirote

El primer pregón
Hubo que esperar a 1968, el año en que yo cumpliría los doce años, para que me permitieran salir en la Misericordia con capirote; pretender llevar un cirio era demasiado, porque para eso había que ser mayor aún. Tuve que conformarme, pues, con una vara de escolta.
     Antes de la procesión, el Domingo de Pasión, mi padre tuvo a bien llevarme, por primera vez en mi vida, a un pregón de Semana Santa. Fue el que pronunció Matías Prats. Pocos meses antes, el conocido locutor de Villa del Río se dirigió por escrito a nuestra Hermandad, y supongo que haría otro tanto con el resto. En la misiva pedía información de las imágenes, la Hermandad, su historia y otros datos básicos, supongo que para ir pergeñando su discurso (y también  mostrando de forma indirecta su ignorancia sobre el tema, a pesar de que su nombre figuraba como hermano mayor efectivo de la cofradía de Jesús Caído).
     Fui con mi padre al Círculo de la Amistad, y escuché el pregón de Semana Santa. Antes, una orquesta y un coro que no puedo precisar ahora interpretaron varias piezas musicales, una de ellas, según me explicó mi padre, propia de nuestra Hermandad: se trataba de la «Gran Letanía número 5» de Luis Serrano Lucena, que durante bastantes años formó parte del programa musical del concierto previo al pregón.
     De lo que dijo Matías Prats sólo recuerdo dos frases: una de ellas, cuando habló de la Hermandad de Jesús Caído dijo de ella que era «mi cofradía», y la otra la del final, pues cuando acabó sus palabras lo hizo con la exhortación: «¡Cordobeses, sigamos la Cruz de Guía!». En 1986, cuando me tocó a mí ser pregonero, quise rendir un homenaje al primer pregonero que escuché en mi vida (y a mi padre, que tanta culpa tuvo de mi condición de cofrade), y decidí terminarlo con las mismas palabras. Fue un pequeño plagio, no confesado hasta ahora por escrito… ni descubierto por nadie que acudiera al discurso del inmortal locutor villarrense y recordara su conclusión.
Estrenando capirote… a medias
Pues bien, ese año me puse por primera vez un capirote. El tiempo había estado inseguro el Miércoles Santo, pero a la hora de salir se abrió un claro y la cruz de guía se puso en la calle. Yo iba, como digo, de escolta del escudo de armas, o sea, casi en cabeza de la procesión. Debían de ir pocos nazarenos, porque cuando el cortejo se detuvo para dar tiempo a la salida del paso de Cristo, la cruz de guía estaba en la plaza de la Almagra y yo a la altura del Horno de San Pedro. Oí que el paso había salido: el capataz Antonio Sáez «El Tarta» sacaba los dos pasos, aunque el de palio lo llevaba su hijo Rafael. Me sorprendió que siguieran pasando los minutos y la comitiva no reemprendiera la marcha. Mientras pensaba en eso me di cuenta, de pronto, de que había comenzado a llover muy débilmente: el capirote me dificultaba notar esta circunstancia, sobre todo porque no veía a gente con paraguas abiertos. En un momento dado, un nazareno que iba de diputado de tramo, y del que supe por la voz que era Juan García Conde –mayordomo en la junta de gobierno y vestidor de la Virgen−, dijo a toda prisa al que portaba el escudo de armas: «Los atributos, rápidamente para la iglesia, que nos volvemos». De modo que mi gozo en un pozo: mi primera experiencia como nazareno de la Misericordia con capirote había durado menos de media hora.
     Un detalle más de aquellos años: antes hablé de la difícil situación económica que atravesaba la Misericordia desde 1964. Como estas líneas no son un trabajo de investigación ni un tratado de historia, sino un mero ejercicio de memoria, omito aquí los datos que podrían documentar esta afirmación. Pero sí recuerdo a mi padre llegando a casa, muy preocupado, diciendo: «Que no salimos, que no podemos salir» lo que, como es fácil imaginar, nos llenaba de compunción a mis hermanos y a mí. No sé si este recuerdo es del año 1968 o de uno o dos años antes. Es igual. Lo cierto es que hubo un año –el que fuera− la procesión salió finalmente, organizada en tiempo récord, después de que un cofrade del barrio −¿puedo decir que se trataba del joyero José Mansilla Vázquez?− aportara generosamente todo el dinero necesario para poner la procesión en la calle.
     Hay otros recuerdos que me confirman la malísima situación económica de la Hermandad por aquellos años. Uno de ellos, que relató mi padre varias veces, data de 1967. Estaban tan mal las arcas de la cofradía que al hermano mayor, con toda su buena voluntad, se le ocurrió poner un anuncio pagado en el diario Córdoba para convocar al mayor número posible de personas al besapiés del Domingo de Pasión y, de este modo, alcanzar unos ingresos algo más elevados. Mi padre, desde su puesto en la Tesorería, fue el encargado de contratarlo y de pagarlo. El anuncio costó algo más de 700 pesetas; la recaudación de la bandeja superó ligeramente las 400 pesetas, que añadían un déficit de 300 más o menos al que ya de por sí tenía la Hermandad.
Viernes Santo en Madrid
La Semana Santa de 1968 ha sido la única de mi vida cuya segunda mitad he pasado en Madrid. El Jueves Santo de ese año, mi padre, mi hermano Paco y un muchacho algo mayor que nosotros, llamado Juan Muñoz e hijo de un compañero de trabajo de mi padre, tomamos el exprés de la una de la madrugada –nos dio tiempo a ver alguna procesión− y emprendimos viaje a la capital de España, a la que llegamos al amanecer tras unas siete horas de viaje.
     El motivo del viaje fue una rabieta que cogí unas semanas antes. Resulta que mis vecinos, los Muriel, tenían dos hijas de algo menos de nuestra edad –Mari Puri y Marisol−que asistían a clases de ballet en la academia de Mari Loli Cava; pues bien, dicho ballet fue invitado a actuar en un programa de TVE que se llamaba «Club de Mediodía» y que se emitía los domingos. Y allá que se fueron no sólo Mari Loli Cava y las chicas de su ballet, sino las madres, las amigas de las madres y las vecinas de las madres, y allá que se fueron con ellas mi madre y mis dos hermanos menores, Manolo y Ángel. Yo me enteré de vuelta del instituto, porque fuimos a comer con mi padre a casa de mi abuela y no a la mía. Pillé, como digo, un buen enfado y mi padre decidió compensarlo con el viaje que refiero.
     Llegamos a Madrid al amanecer tras una noche casi entera en el tren. Nos alojamos en el hostal Buelta, que estaba y está muy cerca de la estación de Atocha, y el Viernes Santo fuimos al cine a primera hora de la tarde, donde vimos la película «El Evangelio según San Mateo», porque entonces el Viernes Santo sólo estaba permitido el cine religioso. La verdad es que ni a mi padre ni a mí nos gustó la película: ya de mayor supe que era una producción italiana, dirigida por un tal Pier Paolo Pasolini, que ofrecía una visión del Evangelio un tanto heterodoxa si la comparamos con otras producciones más espectaculares sobre el mismo tema.
     Al salir del cine nos dirigimos a la Puerta del Sol, donde vimos entre un gran bullicio la procesión de Jesús de Medinaceli, pero como había mucha gente y nosotros éramos pequeños, un rato después mi padre nos llevó al templo donde se venera dicha imagen, en el que pudimos ver nuevamente los dos pasos, ya recogidos tras acabar la procesión.
     El Sábado Santo fuimos de visita a unos amigos de mi padre, que vivían en el pabellón de Jaén de la Casa de Campo, y el Domingo de Resurrección fui, por primera y hasta ahora única vez de mi vida al estadio Santiago Bernabéu, donde −en una de las muchas localidades de pie que había en dicho recinto− vi un partido de Primera División en el que jugaba ya un jovencísimo José Martínez, al que la historia conoce como «Pirri». El resultado fue Real Madrid 1, Pontevedra 0. Y volvimos a Córdoba en un tren que salió de Atocha sobre las nueve de la tarde.
Vecinos cofrades
El martes de Pascua la prensa local, es decir, el periódico Córdoba, publicó en primera página la triste noticia de una profanación sacrílega que sufrió el Cristo de Gracia. Al parecer, después de la procesión, unos individuos entraron en el lugar donde había quedado el paso tras la procesión, que es el mismo que se usa en la actualidad. Pero los responsables de la hermandad, excesivamente confiados tal vez, lo dejaron todo para devolver las imágenes a su capilla una vez terminada la Semana Santa. Los delincuentes aprovecharon la ocasión para provocar algunos desperfectos y hacer sus necesidades delante del paso, lo que provocó la indignación de los hermanos del Esperraguero y de todo el barrio. No recuerdo si finalmente la Policía pudo detener a los culpables, pero sí el malestar que supuso la noticia a quienes la conocieron.
     El hecho que acabo de citar me lo contó también de primera mano mi vecino Manuel Sánchez Revuelta. Desde 1965 ya no vivíamos en Antonio del Castillo, sino en la plaza de la Magdalena. En ella teníamos como vecinos, entre otros, a las familias Sánchez Revuelta y Muriel Álvarez. El padre de la primera –que en su juventud había salido de nazareno en la Misericordia− falleció muy joven, con algo más de cuarenta años, poco después de nosotros nos mudáramos a la casa. Sus dos hijos varones, José Luis y Manuel, salían de nazarenos en el Cristo de Gracia, y el primero llegó a ser hermano mayor; y como el segundo empezó el Bachillerato a la vez que yo, por lo que íbamos por el mismo curso, aprovechábamos las largas caminatas yendo a clase –de la plaza de la Magdalena al Instituto Séneca cuatro veces al día− para hablar de Semana Santa y de nuestras cofradías respectivas.
     En estas caminatas, Manolo Sánchez Revuelta me hablaba sobre todo de la banda de cornetas y tambores del Cristo de Gracia: «Nuestra Hermandad es la única de Córdoba que tiene banda propia», decía enfatizando especialmente las últimas palabras. Yo recuerdo haber visto la procesión del Esparraguero varias veces, algunas en la plaza entonces llamada del Corazón de María y otras en lo alto de la calle San Pablo, poco antes de girar para la plaza del Salvador y Calvo Sotelo.
     Los músicos llevaban una camisa de raso negro, con el la cruz trinitaria sobre círculo de tisú a la altura del pecho. Completaban su uniforme con una boina, pantalón gris y correaje blanco. Como era usual en aquellos años, iban siempre en cabeza de la procesión y no detrás del paso, costumbre que no empezó a generalizarse hasta entrada la década de los ochenta, al difundirse las cuadrillas de los hermanos costaleros.
     Otra foto fija que se conserva en mi memoria está vinculada a la familia Sánchez Revuelta y a la Hermandad del Esparraguero. Se trata de una emotiva escena, en el comedor de la vivienda de esta familia, en la que dos mujeres se aplican cariñosamente a un trabajo de costura: una de ellas era doña Carmen Revuelta, la madre de la familia −que había enviudado a poco de mudarnos nosotros a esa casa− y la otra Maribel, la joven prometida de José Lorenzo, el mayor de la familia. Ambas aparecen en esa instantánea mental poniendo sus manos y sus ojos, y sin duda también su corazón, en un pequeño bastidor que sostiene un trozo circular de tisú de plata, posiblemente procedente de las antiguas túnicas de la Hermandad del Cristo de Gracia. Sobre el tejido brillante, ambas bordan el escudo de la Hermandad: la cruz trinitaria con dos bandas de terciopelo −roja la vertical, azul la horizontal−, las cadenas y una serie de adornos, entre los que no faltaban perlas de imitación. Sin duda, doña Carmen bordaba el escudo de la capa de su hijo Manuel, y Maribel la de su futuro esposo.
     Por su parte, mis otros vecinos y compañeros de juegos y travesuras, los Muriel, estudiaban en el Colegio Salesiano, por lo que salían en la procesión de la Borriquita, que radicó en María Auxiliadora desde su fundación en 1963 hasta su traslado a San Lorenzo en 1977. Un tiempo después se dieron de alta en la Misericordia y vistieron nuestra túnica el Miércoles Santo, repitiendo la experiencia durante unos cuantos años.