jueves, 8 de mayo de 2014

De campanilla

De campanilla
En 1972 volví a sacar mi papeleta de sitio de cirio. Todo estaba preparado y no además no llovió. Pero las cosas ocurrieron otra vez de una forma distinta a la inicialmente prevista. Mi padre contrajo una inoportuna gripe al comienzo de la Semana Santa, que lo mantuvo en cama siete días pero que no nos impidió a mis hermanos y a mí ver las procesiones: mi madre nos iba dando dinero para ocupar sillas en carrera oficial y, así, el Lunes Santo pudimos ver la primera procesión de la nueva Hermandad del Via Crucis, que tanto nos habían ponderado desde la prensa local como «la cofradía del Vaticano II» o poco menos. A mí me llamó la atención sobre todo, más que el hecho de que el titular fuera llevado a hombros de tres de sus hermanos, el estridente sonido de la megafonía portátil desde la que el párroco de la Trinidad, don Antonio Gómez Aguilar, iba rezando y predicando las catorce estaciones. Mi hermano Paco dijo que le parecía muy «folklórico» todo aquello.
     El Miércoles Santo a mediodía mi padre seguía en la cama y no tenía visos de mejorar para la tarde. A la hora del almuerzo recibimos una llamada telefónica de José Fernández Pedrosa, a la sazón secretario de la Hermandad. Él le preguntó a mi padre si tenía inconveniente en que «tus dos mayores», es decir, mi hermano Paco y yo, saliéramos con campanilla en lugar de con cirio. Al parecer, a última hora se habían caído dos de los nazarenos inscritos para esa función, y como el puesto era entonces importante, necesitaban para cubrir las ausencias a dos personas formales, y por lo visto tanto mi hermano Paco como yo lo éramos. Mi padre accedió, naturalmente, y tanto mi hermano como yo dimos saltos de alegría al comprobar que habíamos ascendido un grado más en lo que considerábamos el escalafón cofrade, sin necesidad de pasar por el puesto de soldado raso, es decir, de nazareno de luz.
     Y dicho y hecho. Nos vestimos de nazarenos en casa, y cuando todos estuvimos preparados mi madre le dio dinero a Paco para que fuéramos a San Pedro en taxi (y volviéramos de la misma forma). Ya no vivíamos en la plaza de la Magdalena, sino en Ciudad Jardín, en la calle Siete de Mayo, y el trayecto era mucho más prolongado. Por cierto, cuando salimos de casa, ya vestidos de blanco con la faja morada, vi llorar a mi madre, que permanecía en la cama. Fue la primera vez en mi vida que lo vi llorar.
     Una vez en la iglesia, los responsables de organizar la procesión, −especialmente Pedro Doña y Francisco Palomino, pero también José Fernández− nos explicaron a mi hermano y a mí cómo se cumplía la misión de tocar la campanilla. Todas las cofradías menos las de silencio las llevaban, y yo sabía desde mis primeros años que su toque servía para ordenar a los nazarenos detenerse o avanzar, y sabía también, porque lo había visto, que en cada sector había, además de un diputado (que llevaba capa) un nazareno con campanilla (que no la llevaba). Nos dijeron que la campanilla que mandaba, es decir, la que tocaba en primer lugar, era la que iba inmediatamente delante del paso de Cristo, y después lo hacían las demás como una onda, es decir, hacia adelante las del tramo de Cristo y hacia atrás las de Virgen. Por lo visto, había un total de siete campanillas: tres en cada tramo y la directora junto al primer paso. Mi hermano y yo íbamos a ir en el tramo de Cristo, de modo que sólo deberíamos tocar cuando lo hiciera la campanilla que viniera detrás; nos insistieron, además, en que tuviéramos mucho cuidado sobre todo en las Tendillas, porque a la hora en que nosotros estábamos, de ida, en la citada plaza, pasaba de vuelta, para girar a Diego de León y Alfonso XIII, la cofradía del Calvario, que también regía sus movimientos por el sistema de campanillas y podía hacerlas sonar provocando una confusión indeseada a nuestra Hermandad. Y fue precisamente lo que ocurrió: cuando llegamos a las Tendillas, el Señor de San Lorenzo −en su antiguo y modestísimo paso de madera lisa− se disponía a dar el giro de acceso a Diego de León, en la que era, por cierto, la primera vez que yo lo veía en la calle; alguno de sus nazarenos hizo sonar la campanilla, y mi hermano Paco se confundió e hizo sonar la suya, provocando involuntariamente una parada imprevista a nuestra comitiva. Por lo demás, la experiencia fue positiva y en años sucesivos seguimos saliendo de campanilla tanto él como yo, aunque pronto volvimos a ascender ya que nos pusieron de diputados de tramo (con capa).
Sillas
El Jueves Santo mi padre seguía enfermo, pero tampoco esa vez nos dejó sin ver las procesiones. Volvió a darle dinero a Paco y los cuatro, muy formalitos, nos fuimos a la calle Gondomar, donde nos sentamos en unas sillas, ya casi en la confluencia con Gran Capitán: el objetivo de la elección era que, una vez pasada la última procesión, no hubiera dificultad para volver a casa por la calle Concepción. También le dio dinero para «chuches», y de este modo pudimos ver las cuatro procesiones del Jueves Santo, como tanta gente, dando cuenta de pipas de girasol o alguna golosina.
     De ese Jueves Santo no recuerdo muchas cosas. Sí puedo anotar, porque es un dato que seguramente ignoren muchos lectores de hoy, que el Jueves Santo era el único día de la Semana Santa en el que todos los pasos, sin excepción, caminaban sobre ruedas, y aún quedaba un lustro para que alguno de ellos comenzara a tener costaleros. Había gente en la calle y las sillas estaban totalmente ocupadas, pero no era nada comparable a lo que se ve en la actualidad. Eso sí, había más… ¿respeto? Sí, le llamaremos respeto: no había tanto vocerío ni tanta indiferencia en los espectadores, y por ejemplo cuando pasó la Legión tras el Señor de la Caridad, todos los que estaban en las sillas, sin que nadie tuviera que decírselo, se levantaba reverentemente cuando pasaba el soldado que portaba la enseña nacional, operación que se repetía minutos más tarde cuando desfilaba el acompañamiento militar en la procesión de las Angustias.

     No sé si fue ese año o uno anterior, pero recuerdo a soldados romanos venidos desde Doña Mencía desfilando tras el paso de la Virgen de las Angustias, con su banda de cornetas y tambores.
Cofradías nuevas
Si en 1972 habíamos podido ver por primera vez a la Hermandad del Via Crucis, un año más tarde nos fue dado contemplar, también por primera vez, la de Jesús Nazareno. Yo había entrado una sola vez, siendo niño, con mi tía Francisca a la iglesia del hospital donde se veneraba esta imagen, pero nunca supe que había sido titular en tiempos pretéritos, y que durante la Guerra Civil hubo un efímero intento de refundación que no llegó a cuajar. Como tantas cosas, eso lo supe mucho después, cuando ya no era «feliz e indocumentado», en palabras afortunadas de Gabriel García Márquez.
     Vi a Jesús Nazareno desde una silla en la calle Claudio Marcelo, cerca del instituto. Llevaba un solo paso y éste avanzaba sobre ruedas. Su estampa silenciosa y el hábito de sus nazarenos llamaron mi atención y configuraron el único recuerdo que, a la postre, me quedó de la Semana Santa de 1973, una Semana Santa que iba creciendo, ya que el debilísimo Martes Santo de sólo dos cofradías empezaba a quedar atrás.
Martes Santo
Y hasta cuatro llegó a haber al año siguiente, porque en 1974 se incorporó otra cofradía de nueva fundación, la del Señor del Buen Suceso de la parroquia de San Andrés. Yo sabía de su creación porque leí algo en el periódico local, y hasta la vi salir de su templo en esa primera ocasión. Me sorprendió el curioso hábito de sus nazarenos, que vestían túnica roja y capirote y faja de raso azul oscuro. Perdónese la irreverencia, pero al verlos lo primero que pensé fue en la indumentaria del F.C. Barcelona, que aquella temporada, por cierto, arrasaba en la Liga con la presencia del recién llegado Johann Cruyff. El titular, del que ya he dicho que procedía de la Magdalena y que quizá fuera el Nazareno que asustó a mi hermano Manolo en la abandonada iglesia, iba sobre su paso con una Dolorosa, que posteriormente pasaría al paso de palio, y una imagen de San Juan, procedente de la Hermandad de la Paz y Esperanza, cuyo paso de segunda mano fue el empleado por la nueva cofradía de San Andrés. Años después, el que ha sido muchos años hermano mayor de la «Paloma de Capuchinos», Manuel Quirós, me dijo que el precio del paso, San Juan incluido, había sido de 35.000 pesetas (poco más de 210 euros en moneda actual, aunque sea imposible establecer una correlación mínimamente rigurosa entre el valor de ambas cantidades).
     Pude ver esa procesión salir de San Andrés poco antes de dirigirme para asistir por primera vez a la que entonces, y durante mucho tiempo, se llamó «reunión del Martes Santo».
     Fue en la casa de la calle Carlos Rubio a que acabo de aludir. A la reunión se convocaba a la junta de gobierno en pleno, por supuesto, pero también a quienes –perteneciendo o no al órgano rector− iban a llevar alguna responsabilidad en la procesión o en su organización inmediata, por ejemplo a los diputados de tramo o a los portadores de campanillas, y este último era mi caso.
     En esa reunión, que sólo a mediados de los años ochenta empezó a celebrarse antes de Semana Santa, se repartían responsabilidades como abrir y cerrar las puertas del templo antes de la salida o después de la entrada, encender las candelerías, repartir los cirios y los atributos, prevenciones en caso de suspensión por lluvia y demás. Recuerdo con emoción aquellas reuniones: no estaba todo tan protocolizado y previsto como ahora, y el hecho mismo de hacerse el Martes Santo por la tarde ya habla de una buena dosis de improvisación: había problemas que, si surgían, no podían solventarse en menos de veinticuatro horas. Además, siempre quedaban cabos sueltos que, en el momento de la verdad, alguien solucionaba de la mejor manera posible sin encomendarse a Dios ni al diablo, y nadie le pedía cuentas después. Y nunca pasaba nada que no tuviera remedio.

lunes, 7 de abril de 2014

Primer pregón, primer capirote

El primer pregón
Hubo que esperar a 1968, el año en que yo cumpliría los doce años, para que me permitieran salir en la Misericordia con capirote; pretender llevar un cirio era demasiado, porque para eso había que ser mayor aún. Tuve que conformarme, pues, con una vara de escolta.
     Antes de la procesión, el Domingo de Pasión, mi padre tuvo a bien llevarme, por primera vez en mi vida, a un pregón de Semana Santa. Fue el que pronunció Matías Prats. Pocos meses antes, el conocido locutor de Villa del Río se dirigió por escrito a nuestra Hermandad, y supongo que haría otro tanto con el resto. En la misiva pedía información de las imágenes, la Hermandad, su historia y otros datos básicos, supongo que para ir pergeñando su discurso (y también  mostrando de forma indirecta su ignorancia sobre el tema, a pesar de que su nombre figuraba como hermano mayor efectivo de la cofradía de Jesús Caído).
     Fui con mi padre al Círculo de la Amistad, y escuché el pregón de Semana Santa. Antes, una orquesta y un coro que no puedo precisar ahora interpretaron varias piezas musicales, una de ellas, según me explicó mi padre, propia de nuestra Hermandad: se trataba de la «Gran Letanía número 5» de Luis Serrano Lucena, que durante bastantes años formó parte del programa musical del concierto previo al pregón.
     De lo que dijo Matías Prats sólo recuerdo dos frases: una de ellas, cuando habló de la Hermandad de Jesús Caído dijo de ella que era «mi cofradía», y la otra la del final, pues cuando acabó sus palabras lo hizo con la exhortación: «¡Cordobeses, sigamos la Cruz de Guía!». En 1986, cuando me tocó a mí ser pregonero, quise rendir un homenaje al primer pregonero que escuché en mi vida (y a mi padre, que tanta culpa tuvo de mi condición de cofrade), y decidí terminarlo con las mismas palabras. Fue un pequeño plagio, no confesado hasta ahora por escrito… ni descubierto por nadie que acudiera al discurso del inmortal locutor villarrense y recordara su conclusión.
Estrenando capirote… a medias
Pues bien, ese año me puse por primera vez un capirote. El tiempo había estado inseguro el Miércoles Santo, pero a la hora de salir se abrió un claro y la cruz de guía se puso en la calle. Yo iba, como digo, de escolta del escudo de armas, o sea, casi en cabeza de la procesión. Debían de ir pocos nazarenos, porque cuando el cortejo se detuvo para dar tiempo a la salida del paso de Cristo, la cruz de guía estaba en la plaza de la Almagra y yo a la altura del Horno de San Pedro. Oí que el paso había salido: el capataz Antonio Sáez «El Tarta» sacaba los dos pasos, aunque el de palio lo llevaba su hijo Rafael. Me sorprendió que siguieran pasando los minutos y la comitiva no reemprendiera la marcha. Mientras pensaba en eso me di cuenta, de pronto, de que había comenzado a llover muy débilmente: el capirote me dificultaba notar esta circunstancia, sobre todo porque no veía a gente con paraguas abiertos. En un momento dado, un nazareno que iba de diputado de tramo, y del que supe por la voz que era Juan García Conde –mayordomo en la junta de gobierno y vestidor de la Virgen−, dijo a toda prisa al que portaba el escudo de armas: «Los atributos, rápidamente para la iglesia, que nos volvemos». De modo que mi gozo en un pozo: mi primera experiencia como nazareno de la Misericordia con capirote había durado menos de media hora.
     Un detalle más de aquellos años: antes hablé de la difícil situación económica que atravesaba la Misericordia desde 1964. Como estas líneas no son un trabajo de investigación ni un tratado de historia, sino un mero ejercicio de memoria, omito aquí los datos que podrían documentar esta afirmación. Pero sí recuerdo a mi padre llegando a casa, muy preocupado, diciendo: «Que no salimos, que no podemos salir» lo que, como es fácil imaginar, nos llenaba de compunción a mis hermanos y a mí. No sé si este recuerdo es del año 1968 o de uno o dos años antes. Es igual. Lo cierto es que hubo un año –el que fuera− la procesión salió finalmente, organizada en tiempo récord, después de que un cofrade del barrio −¿puedo decir que se trataba del joyero José Mansilla Vázquez?− aportara generosamente todo el dinero necesario para poner la procesión en la calle.
     Hay otros recuerdos que me confirman la malísima situación económica de la Hermandad por aquellos años. Uno de ellos, que relató mi padre varias veces, data de 1967. Estaban tan mal las arcas de la cofradía que al hermano mayor, con toda su buena voluntad, se le ocurrió poner un anuncio pagado en el diario Córdoba para convocar al mayor número posible de personas al besapiés del Domingo de Pasión y, de este modo, alcanzar unos ingresos algo más elevados. Mi padre, desde su puesto en la Tesorería, fue el encargado de contratarlo y de pagarlo. El anuncio costó algo más de 700 pesetas; la recaudación de la bandeja superó ligeramente las 400 pesetas, que añadían un déficit de 300 más o menos al que ya de por sí tenía la Hermandad.
Viernes Santo en Madrid
La Semana Santa de 1968 ha sido la única de mi vida cuya segunda mitad he pasado en Madrid. El Jueves Santo de ese año, mi padre, mi hermano Paco y un muchacho algo mayor que nosotros, llamado Juan Muñoz e hijo de un compañero de trabajo de mi padre, tomamos el exprés de la una de la madrugada –nos dio tiempo a ver alguna procesión− y emprendimos viaje a la capital de España, a la que llegamos al amanecer tras unas siete horas de viaje.
     El motivo del viaje fue una rabieta que cogí unas semanas antes. Resulta que mis vecinos, los Muriel, tenían dos hijas de algo menos de nuestra edad –Mari Puri y Marisol−que asistían a clases de ballet en la academia de Mari Loli Cava; pues bien, dicho ballet fue invitado a actuar en un programa de TVE que se llamaba «Club de Mediodía» y que se emitía los domingos. Y allá que se fueron no sólo Mari Loli Cava y las chicas de su ballet, sino las madres, las amigas de las madres y las vecinas de las madres, y allá que se fueron con ellas mi madre y mis dos hermanos menores, Manolo y Ángel. Yo me enteré de vuelta del instituto, porque fuimos a comer con mi padre a casa de mi abuela y no a la mía. Pillé, como digo, un buen enfado y mi padre decidió compensarlo con el viaje que refiero.
     Llegamos a Madrid al amanecer tras una noche casi entera en el tren. Nos alojamos en el hostal Buelta, que estaba y está muy cerca de la estación de Atocha, y el Viernes Santo fuimos al cine a primera hora de la tarde, donde vimos la película «El Evangelio según San Mateo», porque entonces el Viernes Santo sólo estaba permitido el cine religioso. La verdad es que ni a mi padre ni a mí nos gustó la película: ya de mayor supe que era una producción italiana, dirigida por un tal Pier Paolo Pasolini, que ofrecía una visión del Evangelio un tanto heterodoxa si la comparamos con otras producciones más espectaculares sobre el mismo tema.
     Al salir del cine nos dirigimos a la Puerta del Sol, donde vimos entre un gran bullicio la procesión de Jesús de Medinaceli, pero como había mucha gente y nosotros éramos pequeños, un rato después mi padre nos llevó al templo donde se venera dicha imagen, en el que pudimos ver nuevamente los dos pasos, ya recogidos tras acabar la procesión.
     El Sábado Santo fuimos de visita a unos amigos de mi padre, que vivían en el pabellón de Jaén de la Casa de Campo, y el Domingo de Resurrección fui, por primera y hasta ahora única vez de mi vida al estadio Santiago Bernabéu, donde −en una de las muchas localidades de pie que había en dicho recinto− vi un partido de Primera División en el que jugaba ya un jovencísimo José Martínez, al que la historia conoce como «Pirri». El resultado fue Real Madrid 1, Pontevedra 0. Y volvimos a Córdoba en un tren que salió de Atocha sobre las nueve de la tarde.
Vecinos cofrades
El martes de Pascua la prensa local, es decir, el periódico Córdoba, publicó en primera página la triste noticia de una profanación sacrílega que sufrió el Cristo de Gracia. Al parecer, después de la procesión, unos individuos entraron en el lugar donde había quedado el paso tras la procesión, que es el mismo que se usa en la actualidad. Pero los responsables de la hermandad, excesivamente confiados tal vez, lo dejaron todo para devolver las imágenes a su capilla una vez terminada la Semana Santa. Los delincuentes aprovecharon la ocasión para provocar algunos desperfectos y hacer sus necesidades delante del paso, lo que provocó la indignación de los hermanos del Esperraguero y de todo el barrio. No recuerdo si finalmente la Policía pudo detener a los culpables, pero sí el malestar que supuso la noticia a quienes la conocieron.
     El hecho que acabo de citar me lo contó también de primera mano mi vecino Manuel Sánchez Revuelta. Desde 1965 ya no vivíamos en Antonio del Castillo, sino en la plaza de la Magdalena. En ella teníamos como vecinos, entre otros, a las familias Sánchez Revuelta y Muriel Álvarez. El padre de la primera –que en su juventud había salido de nazareno en la Misericordia− falleció muy joven, con algo más de cuarenta años, poco después de nosotros nos mudáramos a la casa. Sus dos hijos varones, José Luis y Manuel, salían de nazarenos en el Cristo de Gracia, y el primero llegó a ser hermano mayor; y como el segundo empezó el Bachillerato a la vez que yo, por lo que íbamos por el mismo curso, aprovechábamos las largas caminatas yendo a clase –de la plaza de la Magdalena al Instituto Séneca cuatro veces al día− para hablar de Semana Santa y de nuestras cofradías respectivas.
     En estas caminatas, Manolo Sánchez Revuelta me hablaba sobre todo de la banda de cornetas y tambores del Cristo de Gracia: «Nuestra Hermandad es la única de Córdoba que tiene banda propia», decía enfatizando especialmente las últimas palabras. Yo recuerdo haber visto la procesión del Esparraguero varias veces, algunas en la plaza entonces llamada del Corazón de María y otras en lo alto de la calle San Pablo, poco antes de girar para la plaza del Salvador y Calvo Sotelo.
     Los músicos llevaban una camisa de raso negro, con el la cruz trinitaria sobre círculo de tisú a la altura del pecho. Completaban su uniforme con una boina, pantalón gris y correaje blanco. Como era usual en aquellos años, iban siempre en cabeza de la procesión y no detrás del paso, costumbre que no empezó a generalizarse hasta entrada la década de los ochenta, al difundirse las cuadrillas de los hermanos costaleros.
     Otra foto fija que se conserva en mi memoria está vinculada a la familia Sánchez Revuelta y a la Hermandad del Esparraguero. Se trata de una emotiva escena, en el comedor de la vivienda de esta familia, en la que dos mujeres se aplican cariñosamente a un trabajo de costura: una de ellas era doña Carmen Revuelta, la madre de la familia −que había enviudado a poco de mudarnos nosotros a esa casa− y la otra Maribel, la joven prometida de José Lorenzo, el mayor de la familia. Ambas aparecen en esa instantánea mental poniendo sus manos y sus ojos, y sin duda también su corazón, en un pequeño bastidor que sostiene un trozo circular de tisú de plata, posiblemente procedente de las antiguas túnicas de la Hermandad del Cristo de Gracia. Sobre el tejido brillante, ambas bordan el escudo de la Hermandad: la cruz trinitaria con dos bandas de terciopelo −roja la vertical, azul la horizontal−, las cadenas y una serie de adornos, entre los que no faltaban perlas de imitación. Sin duda, doña Carmen bordaba el escudo de la capa de su hijo Manuel, y Maribel la de su futuro esposo.
     Por su parte, mis otros vecinos y compañeros de juegos y travesuras, los Muriel, estudiaban en el Colegio Salesiano, por lo que salían en la procesión de la Borriquita, que radicó en María Auxiliadora desde su fundación en 1963 hasta su traslado a San Lorenzo en 1977. Un tiempo después se dieron de alta en la Misericordia y vistieron nuestra túnica el Miércoles Santo, repitiendo la experiencia durante unos cuantos años.

domingo, 30 de marzo de 2014

Años con la esclavina

Debió de ser pasada la Semana Santa de 1964 cuando se produjo el relevo de Ángel Hernández García como hermano mayor de la Misericordia. Entró para sustituirlo el cofrade Rafael Osuna Cruz, hermano de uno de los primeros hermanos de la cofradía en la fundación de 1937 promovida por Francisco Melguizo. De Rafael Osuna recuerdo que era «todo un caballero» en el sentido más exacto que en aquellos años tenía esa expresión. El nuevo hermano mayor, que sin duda hizo una junta de gobierno de nueva factura en su casi totalidad –aunque mantuvo a Melguizo como secretario, cargo del que posteriormente dimitió−, nombró a mi padre vicetesorero, en lo que supuso la primera experiencia de mi progenitor en lo que entonces llamaba casi todo el mundo la «directiva» de la Hermandad.
     Yo no sabía por entonces, como es fácil imaginar, que la Misericordia, al igual que otras cofradías de Córdoba, se hallaba sumida en una dificilísima situación económica que mi padre, como vicetesorero, sin duda debía de conocer y de sufrir. Los primeros recuerdos que tengo de esa nueva situación son unos montones de fichas de cartón con los datos de los hermanos, que en la parte inferior contenían los cupones correspondientes a los meses que el cobrador se pasaba por los domicilios para cobrar la cuota correspondiente. Por cierto, la cuota no era igual para todos, y en base a criterios que nunca supe, unos pagaban una peseta al mes, otros dos y unos cuantos cinco. Mi padre nos decía, por ejemplo: «A este montón le pones un 1 (o un 2 o un 5) en el espacio señalado por puntos»
     De aquellos primeros años de mi padre en la junta de gobierno recuerdo que algunas noches, en las cercanías de la Semana Santa, llegaba a casa bastante tarde. Una de esas veces nos dijo: «Esta noche llegaré tarde, porque hay que poner el palio, es algo muy difícil». Yo le pregunté qué era un palio.
     Recuerdo también que mi padre empezó a ir a los pregones de Semana Santa. El primero del que yo tenga constancia que fue, con mi madre, fue el del padre Cué, en 1965, y fue también al de 1966, pronunciado por Antonio Guzmán Reina –alcalde de Córdoba, amigo de mi padre desde sus años de Acción Católica en San Pedro y, durante un tiempo, directivo de la Misericordia−; también asistió al de José María Cirarda, a la sazón obispo auxiliar de Sevilla con residencia en Jerez (que todavía no tenía Obispado propio).
Esclavina
Mis recuerdos como cofrade de los años comprendidos entre 1965 y 1967 son escasos y difusos. En 1964 llevé, como queda dicho, la borla del estandarte de Cristo, y un año después me adjudicaron la naveta del incienso que acompañaba a los acólitos del paso de Cristo. Por aquellos años los turiferarios iban como ahora, con dalmática y a cara descubierta, pero eran «profesionales», es decir, gente ajena a la Hermandad a la que ésta le pagaba una remuneración por su servicio. No sé si fue este año, pero creo estar seguro de que sí, cuando al llegar a las Tendillas miré el reloj y vi que eran las dos y veinte de la madrugada: y todavía quedaba gran parte de la carrera oficial, porque ésta era larguísima, como acabo de anotar.
     En 1965 la carrera oficial pasó a comenzar en donde aún lo hace, en la esquina de Claudio Marcelo con Capitulares por un lado y Diario de Córdoba por el otro. Nuestra Hermandad subía por la Corredera y la Espartería; salíamos de San Pedro a las once y media de la noche, y los cofrades de la Misericordia contábamos de antemano con que en la Corredera nos esperaba ineludiblemente una parada de unos tres cuartos de hora, motivada fundamentalmente por la incorporación al desfile de la cofradía de la Paz y Esperanza. La «Paloma de Capuchinos» nos precedía en carrera oficial, y en la entrada a ésta se incorporaba una representación del Ministerio del Ejército, presidida por una autoridad militar y acompañada de una compañía de soldados que desfilaba ante el paso de la Virgen. Era tan exasperante esa espera pocos minutos después de haber salido de San Pedro que, según supe mucho tiempo después, consultando prensa de la época, hubo dos años −1967 y 1968− en que la Misericordia cedió el último lugar de la jornada a la Hermandad de Capuchinos, en una concesión que afortunadamente no se repitió.
Portada de la revista Patio Cordobés dedicada a la Semana Santa de 1966
     En uno de esos años, aunque no puedo precisar en cuál, experimenté una sensación curiosa al bajar la Espartería: al menos en mi memoria lo que hay es, en las inmediaciones del Arco Alto, una nube de humo que no procedía del incienso que se quemaba delante del paso, sino de la perola donde alguien –muchos años después supe que se llamaba Carmen− estaba friendo churros con los que calentar las bocas y los estómagos de quienes veían la procesión a esas altísimas horas: si estábamos en las Tendillas, a la ida, pasadas las dos de la madrugada, como muy pronto debían de ser las cinco.
     Ya de mayor he leído muchas veces el valiosísimo libro de Semana Santa. Teoría y realidad, de Núñez de Herrera, y en él se hace alusión a una situación parecida: le confusión del olor del incienso, en una iglesia, con la del aceite de calamares fritos en una taberna cercana. Puedo decir que entonces, antes de cumplir los diez años, se alojó en mi pituitaria esa hermosa sensación.
     En 1965 y 1966 salí con una canastilla, lo que para mí era una especie de ascenso. Lamentablemente no recuerdo nada especial de las procesiones de la Misericordia en aquellos dos años.

El paso del Cristo de la Misericordia en las Tendillas, en 1966. Obsérvense los rótulos luminosos.
     De 1966 guardo sólo una estampa procedente de otras cofradías. El Domingo de Ramos, mis padres y hermanos fuimos a visitar a mis abuelos maternos (Antonio Pineda y Ángela Fernández), que vivían en el número 1 de la calle Mateo Inurria, muy cerca de la cuesta del Bailío. Debían de ir con nosotros mi abuela paterna, Encarnación Lucena, y mis dos tías paternas, Encarnación y Rosario, de las que ya he hablado.
     Cuando se acercó la procesión de la Hermandad de la Esperanza, recuerdo –esta vez sí, perfectamente− que el manto de la preciosa «Gitana» de Martínez Cerrillo estaba completamente liso, en su terciopelo verde aún virginal, sin una sola puntada de hilo de oro. Al verlo, mi abuela Encarnación dijo «…y el manto, liso».
Más esclavina
En 1967 volví a ver la Esperanza, pero iba sólo con mi padre y mis hermanos Paco y Manolo (seguramente mi madre se quedaría en casa con Ángel, el pequeño). La vimos en la calle Alfaros, a escasa distancia de la confluencia con Alfonso XIII. Quiero apuntar, aunque no tenga que ver con estas notas, que esa zona de la calle Alfaros, por la que pasaba con cierta frecuencia con mi tía Francisca Pineda, tenía para mí por aquellos años la connotación de dos olores que me encantaban: el de un horno de pan y el de una carpintería que había por allí; y asocio a estos olores la oscuridad de un despacho de carbón situado unos metros más atrás.
El paso de palio en la calle Claudio Marcelo, el Miércoles Santo de 1967.
     Pues bien, en el sitio que acabo de evocar vi ese año la procesión de la Esperanza. El cortejo era peculiarísmo: abría como es natural la cruz de guía, pero detrás de ella no iba ni un solo nazareno, sino que todo el tramo previo al paso del Señor de las Penas –el recordado paso de los guadamecíes de Martínez Cerrillo− iba cubierto por una formación de romanos. Aún veo en mi memoria el lábaro que decía: «Hermandad del Imperio Romano. Cabra».
     Detrás del paso de Cristo iba ya el cortejo de nazarenos con su túnica blanca y su capirote verde, y cerraba la cofradía, como es natural, el paso de palio de la Esperanza, en el que ya se podía ver la primera fase de los bordados que estaban confeccionando las adoratrices. Escoltaban el paso, como es natural, agentes de la Guardia Civil con uniforme de gala.
     Como nazareno de cirio iba un compañero y amigo mío del Instituto. Yo hacía ya primero de Bachillerato −¿alguien recuerda el «Plan de 1957»?−, y en los recreos hablaba con mis compañeros de lo que me más gustaba: el fútbol y la Semana Santa. Este compañero, que se llamaba Salvador Llamas Luque, me dijo que salía en la Esperanza, y cuando yo estaba con mi padre viendo la procesión noté que un nazareno me saludaba y me decía algo a modo de saludo. Sin duda alguna era él, y me dio envidia que, siendo más o menos de la misma estatura y complexión que yo, que a la sazón por cierto era un poco bajo y estaba muy delgado, a él le permitían salir de nazareno con capirote y a mí no.
     Cuando llegamos al instituto tras el final de las vacaciones, nuestra profesora de Lengua Española, la inolvidable doña Luisa Revuelta, nos pidió que escribiéramos un ejercicio de redacción hablando de la procesión que más nos hubiera gustado. Yo, naturalmente, escribí que había sido la de la Esperanza, detallando todo lo que pude lo que recordaba de la misma. Pero cuando la profesora le pidió a Llamas que leyera su redacción, escuché con estupor que la Hermandad que más le había gustado a mi amigo había sido la del Señor la Caridad. Al acabar la clase le mostré mi disgusto y él me pidió disculpas por no haber puesto la Misericordia.
     El Domingo de Ramos de uno de esos años, aunque no recuerdo exactamente de cuál, vi en la plaza del Corazón de María la procesión del Rescatado. Fue el año en que la Virgen de la Amargura reanudó su presencia en el cortejo de esta Hermandad, y estrenaba el nuevo palio, con varales recubiertos de guadamecíes de Martínez Cerrillo y techo y bambalinas del mismo material y autor. A mis padres no les gustó, y comentaron la rigidez y poca gracia de esas bambalinas, acrecentadas por el hecho de que el paso andaba sobre ruedas.
El seguro
A finales de 1967 −exactamente desde poco antes de las vacaciones de Navidad− estuve en cama, con pulmonía; la enfermedad me duró más de una semana. Fue uno de esos días cuando, ya de noche, llegó mi padre de la Hermandad con unos papeles, se acercó al cuarto donde yo estaba acostado y allí, delante de mi madre y mi hermano Paco, nos leyó con detalle la descripción completa de los dos pasos tal y como entonces salían en Semana Santa. Después nos dijo que el de Cristo, completo, estaba valorado en medio millón de pesetas, mientras que el de Nuestra Señora de las Lágrimas tenía un valor de millón y medio de pesetas.
     No es que ese fuera el valor real de los pasos. Mi padre me lo explicó: lo que me había leído era, en realidad, parte de la póliza del seguro que cubría los pasos ante cualquier eventualidad, y seguramente su valor real sería superior a esas cantidades.

     Por aquel tiempo era tesorero de la Hermandad el cofrade José Ávila Varo, que pese a su segundo apellido no era pariente nuestro. Trabajaba ese hermano en la compañía de seguros Mapfre, con la que la cofradía había suscrito la mencionada póliza. Mientras Ávila tuvo algún cargo en la Hermandad, recordaba de vez en cuando la necesidad de actualizar la póliza y los valores en ella declarados.
     De ese mismo año data un cuadro –un paisaje– que mis padres compraron en una exposición que se celebró en el convento de Capuchinos, y que mientras la casa de mis padres estuvo abierta permaneció en el salón. Después pasó al domicilio de uno de mis hermanos. La exposición tenía como motivo recabar fondos para los estudios en el Seminario Seráfico de los Capuchinos de Antequera de un joven cordobés, sobrino político del citado José Ávila Varo. El joven cordobés se llamaba y se llama Ricardo del Olmo López, y es más conocido, en los ambientes cofrades, con el nombre de Fray Ricardo de Córdoba.

martes, 25 de marzo de 2014

En la tele de 1964

Mi segundo recuerdo preciso de la Semana Santa va asociado a otra foto; en realidad son dos, muy parecidas. Son fotos en blanco y negro hechas curiosamente a un aparato de televisión, lógicamente también en blanco y negro.
     Fue en 1964 (ya he dicho que en Semana Santa de 1963 no salió mi Hermandad). Mi padre se había comprado su primer televisor unos meses antes. Lo adquirió a plazos, claro. Era un aparato de 19 pulgadas de marca Iberia, el último modelo de esa marca española que llegó a ser casi rival de la entonces todopoderosa Philips.
     Un día, supongo que poco antes de Semana Santa, llegó mi padre a casa anunciando a bombo y platillo que iban a televisar en directo «las procesiones del Jueves y el Viernes Santo de Córdoba». Yo me sentí frustrado, pues aunque presumiblemente no iba a poder ver la procesión, ya que iría formando parte de ella −el vídeo no existía ni en la imaginación más calenturienta− me hacía ilusión que mi Hermandad apareciera en el mágico mundo de la televisión.
     Un día más tarde, mi padre llegó a casa anunciando que iban a televisar en directo «las procesiones del Miércoles, el Jueves y el Viernes Santo de Córdoba». No sé a qué se pudo deber esa ampliación de las retransmisiones pero, como el lector se puede suponer, mis hermanos y yo nos pusimos contentísimos.
     La Semana Santa se acercaba y, como mi hermano y yo teníamos que ir todos los días al colegio La Milagrosa, que estaba y está en la calle Gondomar, veíamos al ajetreo propio en el centro de la ciudad.
     Las retransmisiones se harían desde el Ayuntamiento, o más exactamente desde la calle Calvo Sotelo (hoy Capitulares), y allí se pusieron las cámaras, los focos y las plataformas elevadas para que los equipos técnicos pudieran hacer su trabajo. No hay que decir que en aquel tiempo la tecnología estaba mucho menos avanzada que hoy y por tanto los aparatos –cámaras, focos, etc.− eran de dimensiones muchísimo más grandes que en la actualidad. Las cámaras eran enormes, y recuerdo que mostraban la marca Pye, una marca que también fabricaba televisores que se anunciaban… en la propia «tele». Pero a mí lo que más me llamó la atención era el diámetro exageradamente grueso de los cables, las «mangueras» creo que se llaman, que comunicaban unos aparatos con otros y todos con la red eléctrica.
     Llegó el Domingo de Ramos. Como era habitual entonces, fuimos al Campo de la Verdad, a ver la procesión del Cristo del Amor al tiempo que visitábamos a mi tío Manuel Pineda Fernández, hermano de mi madre, que vivía en la calle Utrera con su esposa e hijos. Una vez allí, nos dirigimos todos a una casa de la antigua Carretera de Castro, y desde uno de los balcones vimos pasar la procesión. La encabezaban los batidores a caballo de la Policía Municipal –la denominación «Policía Local» es muy posterior−; eran cinco jinetes, uno delante y cuatro en paralelo detrás. Todos los caballos eran de color oscuro menos uno, de color blanco o al menos gris, que estaba en la segunda fila. La suegra de mi tío, Teresa Villarreal, dijo: «¿Y no podían haber puesto en blanco en cabeza?».
     A esa casa, a cuyos propietarios yo no conocía de nada, habíamos ido –lo supe mucho después, naturalmente− a que mi padre le pidiera un favor a su propietario. El favor era que le hiciera unas fotos a la televisión cuando pasara nuestra procesión, sobre todo si aparecíamos mi hermano y yo. Eran tiempos en que casi nadie tenía una cámara de fotos y mis padres querían tener constancia de ese momento, por si se nos veía en la pequeña pantalla.
En la «tele»
Llegó el Miércoles Santo. Mi hermano Paco y yo queríamos «dar la vuelta entera», expresión con la que manifestábamos nuestro deseo de cubrir en su integridad el recorrido de nuestra cofradía. Seguramente mi madre nos pondría para cenar una tortilla de jamón, porque durante unos años la cena del Miércoles Santo era una tortilla de jamón, la única, por cierto, que nos era dado saborear en todo el año durante nuestra infancia.
     Cuando, ya en San Pedro, se empezó a formar la procesión, nos pusieron a los dos como escoltas del estandarte de Cristo, haciendo ademán de sostener las borlas que rematan los cordones del mismo; pero cuando el nazareno que lo llevaba izaba la insignia, nuestra corta estatura nos impedía alcanzar la citada borla, por lo que íbamos prácticamente de adorno. Mi padre, como era natural, llevaba su campanilla en el tramo que nosotros cerrábamos, el comprendido entre el escudo de armas y el estandarte de Cristo.
     Salimos a las once y media de la noche, y no sé a qué hora llegamos a carrera oficial. La entrada a la misma estaba en la confluencia de la calle San Pablo con Calvo Sotelo, por lo que la Misericordia, para llegar allí, tuvo que dar un grandísimo rodeo saliendo por Alfonso XII, Ronda de Andújar, Arroyo de San Lorenzo, Santa María de Gracia, Realejo (entonces General Varela), y San Pablo.
     Al girar a la izquierda me aturdió la potentísima luz de los focos encendidos. Cuando se me pasó un poco el deslumbramiento, miré descaradamente las cámaras al pasar cerca de ellas. Luego seguí mi camino. Mi hermano y yo conseguimos hacer el recorrido completo, y eso que la carrera oficial llegaba entonces hasta la esquina de Gran Capitán con la avenida del Generalísimo (hoy Ronda de los Tejares); para regresar volvíamos a las Tendillas, bajando Claudio Marcelo hacia la Espartería y, desde allí a San Pedro por el Socorro, la Almagra y la calle del Poyo.
     No sé a qué hora llegó la procesión a la parroquia, pero seguramente no antes de las cuatro o las cinco de la madrugada. Sí sé que cuando llegamos a casa, mi madre, que por supuesto ya estaba en la cama, se despertó y dijo algo parecido a «¡Lo más bonito que ha salido en la televisión!». Fue, naturalmente, mi primera aparición en la pequeña pantalla. Y pocos días después mi padre, seguramente después de hablar con el señor Arcas, que así se llamaba el propietario de la cámara de fotos, llevó a casa las dos fotografías que aún conservo y que me han permitido conservar a buen recaudo la memoria de aquel día.
     Recuerdo algo más de aquella Semana Santa, pero es un recuerdo hermosamente difuminado. Diré, pues, que era el Viernes Santo por la noche. La carrera oficial había bajado hasta las inmediaciones de la Catedral y la procesión de la Virgen de los Dolores estaba ya de vuelta camino de San Jacinto. La hora era muy tardía, tanto que mi padre había decidido ya que volviéramos a casa. Vivíamos, como ya he dicho, en el número 1 de la calle Antonio del Castillo, y nos encontrábamos en la calle de la Feria, casi enfrente del Compás de San Francisco; estábamos a punto de entrar en la Medina por el Arco del Portillo cuando una mujer, que hoy me parecería salida de un cuadro de Julio Romero de Torres y que estaba allí, junto a nosotros, se puso a cantar una saeta ante la «Señora de Córdoba». Vestía –o eso me pareció a mí entonces y me sigue pareciendo ahora− una bata de cola, o al menos un vestido de gitana muy ajustado, de raso de color granate; llevaba el pelo negro como el azabache recogido en un apretado moño y tenía, naturalmente, puesta la mirada en la Virgen de los Dolores. No recuerdo el detalle de la letra que cantó, pero sí que incluía las palabras «Santísima Virgen de los Dolores» y que las cantó con una voz que hoy describiría como profunda y aterciopelada.

     Por cierto, en la casa de vecinos de la calle Antonio del Castillo donde vivían mis padres, residía también una familia conocida por la mía, ya que el padre, don José González, era compañero de mi abuelo, practicante como él en el Hospital de Agudos, situado donde hoy se halla la Facultad de Filosofía y Letras. Pues bien, el hijo mayor de esa familia, José Luis, salía de nazareno en la Hermandad de los Dolores. Andando el tiempo, lo he vuelto a saludar en alguna ocasión como cofrade de Jesús Nazareno; su hermano Juan González, que nació con pocos días de diferencia con mi hermano Ángel, llegó a ser hermano mayor de la Hermandad del Cristo de Gracia y secretario de la Agrupación de cofradías. No fueron, como se verá, mis únicos vecinos cofrades en los años de mi infancia.
(Continuará)

domingo, 16 de marzo de 2014

Al principio fue una foto

Al principio fue una foto

La historia se mezcla en ocasiones con los recuerdos personales. Y aunque se trate de una historia pequeña, como la de una Hermandad de penitencia de una ciudad bastante provinciana, resulta atractivo tratar de integrar dicha historia con la memoria de quien ha tenido la oportunidad de vivirlos desde muy cerca. Éste y no otro es el objetivo de las líneas que siguen, surgidas exclusivamente –es decir, sin más apoyo documental externo que el mínimamente imprescindible− de la memoria de quien las escribe.

El principio

Al principio… Al principio era una túnica blanca con una faja morada. Sinceramente, no tengo recuerdos personales anteriores a mi condición de cofrade, o mejor dicho: son tan pocos, cuantitativa y cualitativamente considerados, que puedo presumir, de nuevo, de que en realidad no tengo recuerdos personales anteriores a mi condición de cofrade.
     La culpa la tiene una fotografía. Me la hizo un fotógrafo ambulante en la puerta de la sacristía de la parroquia de San Pedro, el Miércoles Santo de 1962. En ella se puede ver a mi padre, en el centro, posando junto a sus dos hijos mayores. Él aparece serio, mi hermano Paco muy formalito y yo quizá un poco asustado.

     La procesión iba a salir muy tarde, quizá sobre las once de la noche o después. Mi madre se había quedado en casa, cuidando a mis dos hermanos menores: Manolo tenía algo menos de cuatro años y Ángel poco más de uno.
     Nos habíamos vestido de nazarenos en el domicilio de mi abuela paterna, Encarnación, que vivía en una  casa de vecinos, muy antigua que estaba situada en el número 32 de la calle Gutiérrez de los Ríos: pozo en el patio, vericuetos y pasillos, soportales arriba y abajo, gatos variados, olores contradictorios y cocina comunal para casi todos los vecinos eran algunos de sus rasgos distintivos. Supongo que allí, antes de irnos a San Pedro, mis dos tías solteras, Encarnación y Rosario, nos pondrían algo de cenar. Supongo también que allí ellas mismas me vistieron de nazareno por primera vez. El caso es que llegamos a San Pedro más o menos una hora antes de salir la procesión: en aquellos años (así se hizo hasta 1977, al menos en mi Hermandad) no era costumbre celebrar la llamada «Misa de Nazarenos», y toda la parte religiosa consistía en una breve alocución del párroco y el rezo de alguna oración.
     En el pasillo central que daba acceso a la sacristía estaba sentado −lo vi después bastantes años− un limpiabotas, contratado por la Hermandad para teñir de negro, in extremis, los zapatos de algún nazareno que se hubiera olvidado de que el hábito penitencial de la Misericordia se completa de forma inexcusable con «guantes blancos y calcetines y zapatos negros». De allí pasamos a la sacristía propiamente dicha. Entonces era diferente: las paredes estaban encaladas y delante de las cajoneras donde se guardaban los ornamentos litúrgicos había unos entarimados de madera, quizá con la intención de proteger del frío los pies del sacerdote mientras se revestía.
     Allí vi ya algo que me impresionó, o que me asustó incluso. Yo estaba acostumbrado a ir a San Pedro, pues no en balde acudía todos los domingos por la mañana a la catequesis infantil; pero nunca había visto dentro del templo tal bullicio: no es sólo que hubiera mucha gente, sino que todos iban vestidos de nazarenos y andaban de acá para allá, hablando en voz alta y con aspecto nervioso. A mí, que siempre hablaba en voz muy baja dentro del templo –eso era lo que me habían enseñado− me escandalizó un poco. Más me escandalicé cuando vi, ya dentro de la iglesia, a un nazareno que, naturalmente a cara descubierta, comía con toda naturalidad una tableta de chocolate ¡ante la mismísima cancela de la capilla del Sagrario!
     Quizá eso fuera el desencadenante del nerviosismo que me inundaba desde un buen rato atrás. El caso es que no pude más y comencé a llorar desconsoladamente. «¡Yo me quiero ir a mi casa!», debí de decir. Mi padre no sabía qué hacer, pero lo hizo en tiempo récord. A toda prisa, nos tomó de la mano a mi hermano Paco y a mí, y temiendo que la cofradía saliera mientras él estaba nuevamente fuera de San Pedro, nos llevó corriendo a casa de mi abuela para que yo me quedara.
     Así me perdí, pues, la que hubiera sido mi primera procesión como nazareno de la Misericordia: sólo por mi culpa, por mi grandísima culpa, perdí un año en el escalafón, que en realidad fueron dos, porque en 1963, el año siguiente, la Hermandad no pudo salir a causa de la lluvia.
     No sé si mi padre llegó a tiempo de incorporarse a su sitio en la procesión antes de salir. Por  aquel entonces aún no formaba parte de la junta de gobierno y su misión en el cortejo era hacer sonar una campanilla en un tramo de nazarenos. Recuerdo que luego, con mis tías o con mi madre, que ya no precisa mi memoria ese detalle, vimos pasar la procesión por el Arco Bajo de la Corredera, donde mi hermano Paco se salió del cortejo y se vino con nosotros.
     Ése es mi primer recuerdo como nazareno de la Misericordia. Yo no había cumplido aún los seis años y no sabía, naturalmente, que la Semana Santa de Córdoba estaba en crisis, que ese año varias Hermandades no salieron (fue el primero en que no hizo estación la Oración en el Huerto, en un paréntesis que duró hasta 1975) y que incluso la mía, la Misericordia, tampoco iba a salir en un principio ni figuraba en los guiones de horarios e itinerarios, aunque finalmente, al parecer en pocos días, se pudo organizar todo y se salió como se pudo.

     Hay otros recuerdos, quizá incluso anteriores a esta primera foto, pero son sumamente neblinosos, por lo que me resulta imposible precisar el año, el día de la Semana Santa y demás circunstancias en que ocurrieron los hechos que muy vagamente recuerdo. Por ejemplo, sin duda alguna en los años 1960 o 1961, mis padres me llevaron a la Catedral a ver alguna procesión en el Patio de los Naranjos; sólo puedo decir que lo que hay en mi memoria, y que posiblemente no coincida con la realidad de lo que vi, es un paso de Virgen, sin palio, totalmente blanco y llevado por costaleros. Puede que alguno de estos datos sea cierto, pero dudo mucho que lo sea el conjunto de ellos que, sin embargo, son como digo los que tengo en la memoria. También recuerdo, en una difusa niebla que pone sobre los hechos un filtro en blanco y negro, haber visto –esta vez fuera de la Catedral, pero en sus alrededores− pasar la procesión del Señor de la Caridad, de la que sólo tengo un ligero flash de cuando mi padre nos hizo levantarnos al paso de la bandera nacional que abría el desfile de los legionarios. Yo, por cierto, estaba sentado en uno de esos poyetes de mármol de escasa altura que rodean el perímetro de la Catedral por algunos de sus tramos.
(Continuará)