domingo, 30 de marzo de 2014

Años con la esclavina

Debió de ser pasada la Semana Santa de 1964 cuando se produjo el relevo de Ángel Hernández García como hermano mayor de la Misericordia. Entró para sustituirlo el cofrade Rafael Osuna Cruz, hermano de uno de los primeros hermanos de la cofradía en la fundación de 1937 promovida por Francisco Melguizo. De Rafael Osuna recuerdo que era «todo un caballero» en el sentido más exacto que en aquellos años tenía esa expresión. El nuevo hermano mayor, que sin duda hizo una junta de gobierno de nueva factura en su casi totalidad –aunque mantuvo a Melguizo como secretario, cargo del que posteriormente dimitió−, nombró a mi padre vicetesorero, en lo que supuso la primera experiencia de mi progenitor en lo que entonces llamaba casi todo el mundo la «directiva» de la Hermandad.
     Yo no sabía por entonces, como es fácil imaginar, que la Misericordia, al igual que otras cofradías de Córdoba, se hallaba sumida en una dificilísima situación económica que mi padre, como vicetesorero, sin duda debía de conocer y de sufrir. Los primeros recuerdos que tengo de esa nueva situación son unos montones de fichas de cartón con los datos de los hermanos, que en la parte inferior contenían los cupones correspondientes a los meses que el cobrador se pasaba por los domicilios para cobrar la cuota correspondiente. Por cierto, la cuota no era igual para todos, y en base a criterios que nunca supe, unos pagaban una peseta al mes, otros dos y unos cuantos cinco. Mi padre nos decía, por ejemplo: «A este montón le pones un 1 (o un 2 o un 5) en el espacio señalado por puntos»
     De aquellos primeros años de mi padre en la junta de gobierno recuerdo que algunas noches, en las cercanías de la Semana Santa, llegaba a casa bastante tarde. Una de esas veces nos dijo: «Esta noche llegaré tarde, porque hay que poner el palio, es algo muy difícil». Yo le pregunté qué era un palio.
     Recuerdo también que mi padre empezó a ir a los pregones de Semana Santa. El primero del que yo tenga constancia que fue, con mi madre, fue el del padre Cué, en 1965, y fue también al de 1966, pronunciado por Antonio Guzmán Reina –alcalde de Córdoba, amigo de mi padre desde sus años de Acción Católica en San Pedro y, durante un tiempo, directivo de la Misericordia−; también asistió al de José María Cirarda, a la sazón obispo auxiliar de Sevilla con residencia en Jerez (que todavía no tenía Obispado propio).
Esclavina
Mis recuerdos como cofrade de los años comprendidos entre 1965 y 1967 son escasos y difusos. En 1964 llevé, como queda dicho, la borla del estandarte de Cristo, y un año después me adjudicaron la naveta del incienso que acompañaba a los acólitos del paso de Cristo. Por aquellos años los turiferarios iban como ahora, con dalmática y a cara descubierta, pero eran «profesionales», es decir, gente ajena a la Hermandad a la que ésta le pagaba una remuneración por su servicio. No sé si fue este año, pero creo estar seguro de que sí, cuando al llegar a las Tendillas miré el reloj y vi que eran las dos y veinte de la madrugada: y todavía quedaba gran parte de la carrera oficial, porque ésta era larguísima, como acabo de anotar.
     En 1965 la carrera oficial pasó a comenzar en donde aún lo hace, en la esquina de Claudio Marcelo con Capitulares por un lado y Diario de Córdoba por el otro. Nuestra Hermandad subía por la Corredera y la Espartería; salíamos de San Pedro a las once y media de la noche, y los cofrades de la Misericordia contábamos de antemano con que en la Corredera nos esperaba ineludiblemente una parada de unos tres cuartos de hora, motivada fundamentalmente por la incorporación al desfile de la cofradía de la Paz y Esperanza. La «Paloma de Capuchinos» nos precedía en carrera oficial, y en la entrada a ésta se incorporaba una representación del Ministerio del Ejército, presidida por una autoridad militar y acompañada de una compañía de soldados que desfilaba ante el paso de la Virgen. Era tan exasperante esa espera pocos minutos después de haber salido de San Pedro que, según supe mucho tiempo después, consultando prensa de la época, hubo dos años −1967 y 1968− en que la Misericordia cedió el último lugar de la jornada a la Hermandad de Capuchinos, en una concesión que afortunadamente no se repitió.
Portada de la revista Patio Cordobés dedicada a la Semana Santa de 1966
     En uno de esos años, aunque no puedo precisar en cuál, experimenté una sensación curiosa al bajar la Espartería: al menos en mi memoria lo que hay es, en las inmediaciones del Arco Alto, una nube de humo que no procedía del incienso que se quemaba delante del paso, sino de la perola donde alguien –muchos años después supe que se llamaba Carmen− estaba friendo churros con los que calentar las bocas y los estómagos de quienes veían la procesión a esas altísimas horas: si estábamos en las Tendillas, a la ida, pasadas las dos de la madrugada, como muy pronto debían de ser las cinco.
     Ya de mayor he leído muchas veces el valiosísimo libro de Semana Santa. Teoría y realidad, de Núñez de Herrera, y en él se hace alusión a una situación parecida: le confusión del olor del incienso, en una iglesia, con la del aceite de calamares fritos en una taberna cercana. Puedo decir que entonces, antes de cumplir los diez años, se alojó en mi pituitaria esa hermosa sensación.
     En 1965 y 1966 salí con una canastilla, lo que para mí era una especie de ascenso. Lamentablemente no recuerdo nada especial de las procesiones de la Misericordia en aquellos dos años.

El paso del Cristo de la Misericordia en las Tendillas, en 1966. Obsérvense los rótulos luminosos.
     De 1966 guardo sólo una estampa procedente de otras cofradías. El Domingo de Ramos, mis padres y hermanos fuimos a visitar a mis abuelos maternos (Antonio Pineda y Ángela Fernández), que vivían en el número 1 de la calle Mateo Inurria, muy cerca de la cuesta del Bailío. Debían de ir con nosotros mi abuela paterna, Encarnación Lucena, y mis dos tías paternas, Encarnación y Rosario, de las que ya he hablado.
     Cuando se acercó la procesión de la Hermandad de la Esperanza, recuerdo –esta vez sí, perfectamente− que el manto de la preciosa «Gitana» de Martínez Cerrillo estaba completamente liso, en su terciopelo verde aún virginal, sin una sola puntada de hilo de oro. Al verlo, mi abuela Encarnación dijo «…y el manto, liso».
Más esclavina
En 1967 volví a ver la Esperanza, pero iba sólo con mi padre y mis hermanos Paco y Manolo (seguramente mi madre se quedaría en casa con Ángel, el pequeño). La vimos en la calle Alfaros, a escasa distancia de la confluencia con Alfonso XIII. Quiero apuntar, aunque no tenga que ver con estas notas, que esa zona de la calle Alfaros, por la que pasaba con cierta frecuencia con mi tía Francisca Pineda, tenía para mí por aquellos años la connotación de dos olores que me encantaban: el de un horno de pan y el de una carpintería que había por allí; y asocio a estos olores la oscuridad de un despacho de carbón situado unos metros más atrás.
El paso de palio en la calle Claudio Marcelo, el Miércoles Santo de 1967.
     Pues bien, en el sitio que acabo de evocar vi ese año la procesión de la Esperanza. El cortejo era peculiarísmo: abría como es natural la cruz de guía, pero detrás de ella no iba ni un solo nazareno, sino que todo el tramo previo al paso del Señor de las Penas –el recordado paso de los guadamecíes de Martínez Cerrillo− iba cubierto por una formación de romanos. Aún veo en mi memoria el lábaro que decía: «Hermandad del Imperio Romano. Cabra».
     Detrás del paso de Cristo iba ya el cortejo de nazarenos con su túnica blanca y su capirote verde, y cerraba la cofradía, como es natural, el paso de palio de la Esperanza, en el que ya se podía ver la primera fase de los bordados que estaban confeccionando las adoratrices. Escoltaban el paso, como es natural, agentes de la Guardia Civil con uniforme de gala.
     Como nazareno de cirio iba un compañero y amigo mío del Instituto. Yo hacía ya primero de Bachillerato −¿alguien recuerda el «Plan de 1957»?−, y en los recreos hablaba con mis compañeros de lo que me más gustaba: el fútbol y la Semana Santa. Este compañero, que se llamaba Salvador Llamas Luque, me dijo que salía en la Esperanza, y cuando yo estaba con mi padre viendo la procesión noté que un nazareno me saludaba y me decía algo a modo de saludo. Sin duda alguna era él, y me dio envidia que, siendo más o menos de la misma estatura y complexión que yo, que a la sazón por cierto era un poco bajo y estaba muy delgado, a él le permitían salir de nazareno con capirote y a mí no.
     Cuando llegamos al instituto tras el final de las vacaciones, nuestra profesora de Lengua Española, la inolvidable doña Luisa Revuelta, nos pidió que escribiéramos un ejercicio de redacción hablando de la procesión que más nos hubiera gustado. Yo, naturalmente, escribí que había sido la de la Esperanza, detallando todo lo que pude lo que recordaba de la misma. Pero cuando la profesora le pidió a Llamas que leyera su redacción, escuché con estupor que la Hermandad que más le había gustado a mi amigo había sido la del Señor la Caridad. Al acabar la clase le mostré mi disgusto y él me pidió disculpas por no haber puesto la Misericordia.
     El Domingo de Ramos de uno de esos años, aunque no recuerdo exactamente de cuál, vi en la plaza del Corazón de María la procesión del Rescatado. Fue el año en que la Virgen de la Amargura reanudó su presencia en el cortejo de esta Hermandad, y estrenaba el nuevo palio, con varales recubiertos de guadamecíes de Martínez Cerrillo y techo y bambalinas del mismo material y autor. A mis padres no les gustó, y comentaron la rigidez y poca gracia de esas bambalinas, acrecentadas por el hecho de que el paso andaba sobre ruedas.
El seguro
A finales de 1967 −exactamente desde poco antes de las vacaciones de Navidad− estuve en cama, con pulmonía; la enfermedad me duró más de una semana. Fue uno de esos días cuando, ya de noche, llegó mi padre de la Hermandad con unos papeles, se acercó al cuarto donde yo estaba acostado y allí, delante de mi madre y mi hermano Paco, nos leyó con detalle la descripción completa de los dos pasos tal y como entonces salían en Semana Santa. Después nos dijo que el de Cristo, completo, estaba valorado en medio millón de pesetas, mientras que el de Nuestra Señora de las Lágrimas tenía un valor de millón y medio de pesetas.
     No es que ese fuera el valor real de los pasos. Mi padre me lo explicó: lo que me había leído era, en realidad, parte de la póliza del seguro que cubría los pasos ante cualquier eventualidad, y seguramente su valor real sería superior a esas cantidades.

     Por aquel tiempo era tesorero de la Hermandad el cofrade José Ávila Varo, que pese a su segundo apellido no era pariente nuestro. Trabajaba ese hermano en la compañía de seguros Mapfre, con la que la cofradía había suscrito la mencionada póliza. Mientras Ávila tuvo algún cargo en la Hermandad, recordaba de vez en cuando la necesidad de actualizar la póliza y los valores en ella declarados.
     De ese mismo año data un cuadro –un paisaje– que mis padres compraron en una exposición que se celebró en el convento de Capuchinos, y que mientras la casa de mis padres estuvo abierta permaneció en el salón. Después pasó al domicilio de uno de mis hermanos. La exposición tenía como motivo recabar fondos para los estudios en el Seminario Seráfico de los Capuchinos de Antequera de un joven cordobés, sobrino político del citado José Ávila Varo. El joven cordobés se llamaba y se llama Ricardo del Olmo López, y es más conocido, en los ambientes cofrades, con el nombre de Fray Ricardo de Córdoba.

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