Debió de ser pasada la Semana Santa de 1964 cuando se
produjo el relevo de Ángel Hernández García como hermano mayor de la
Misericordia. Entró para sustituirlo el cofrade Rafael Osuna Cruz, hermano de
uno de los primeros hermanos de la cofradía en la fundación de 1937 promovida
por Francisco Melguizo. De Rafael Osuna recuerdo que era «todo un
caballero» en el sentido más exacto que en aquellos años tenía esa
expresión. El nuevo hermano mayor, que sin duda hizo una junta de gobierno de
nueva factura en su casi totalidad –aunque mantuvo a Melguizo como secretario,
cargo del que posteriormente dimitió−, nombró a mi padre vicetesorero, en lo
que supuso la primera experiencia de mi progenitor en lo que entonces llamaba
casi todo el mundo la «directiva»
de la Hermandad.
Yo no sabía por
entonces, como es fácil imaginar, que la Misericordia, al igual que otras cofradías
de Córdoba, se hallaba sumida en una dificilísima situación económica que mi
padre, como vicetesorero, sin duda debía de conocer y de sufrir. Los primeros
recuerdos que tengo de esa nueva situación son unos montones de fichas de
cartón con los datos de los hermanos, que en la parte inferior contenían los
cupones correspondientes a los meses que el cobrador se pasaba por los
domicilios para cobrar la cuota correspondiente. Por cierto, la cuota no era
igual para todos, y en base a criterios que nunca supe, unos pagaban una peseta
al mes, otros dos y unos cuantos cinco. Mi padre nos decía, por ejemplo: «A
este montón le pones un 1 (o un 2 o un 5) en el espacio señalado por puntos»…
De aquellos
primeros años de mi padre en la junta de gobierno recuerdo que algunas noches,
en las cercanías de la Semana Santa, llegaba a casa bastante tarde. Una de esas
veces nos dijo: «Esta noche llegaré tarde, porque hay que
poner el palio, es algo muy difícil». Yo le pregunté qué era un palio.
Recuerdo también
que mi padre empezó a ir a los pregones de Semana Santa. El primero del que yo
tenga constancia que fue, con mi madre, fue el del padre Cué, en 1965, y fue
también al de 1966, pronunciado por Antonio Guzmán Reina –alcalde de Córdoba,
amigo de mi padre desde sus años de Acción Católica en San Pedro y, durante un
tiempo, directivo de la Misericordia−; también asistió al de José María
Cirarda, a la sazón obispo auxiliar de Sevilla con residencia en Jerez (que
todavía no tenía Obispado propio).
Esclavina
Mis recuerdos como cofrade de los años comprendidos entre
1965 y 1967 son escasos y difusos. En 1964 llevé, como queda dicho, la borla
del estandarte de Cristo, y un año después me adjudicaron la naveta del
incienso que acompañaba a los acólitos del paso de Cristo. Por aquellos años
los turiferarios iban como ahora, con dalmática y a cara descubierta, pero eran
«profesionales», es
decir, gente ajena a la Hermandad a la que ésta le pagaba una remuneración por
su servicio. No sé si fue este año, pero creo estar seguro de que sí, cuando al
llegar a las Tendillas miré el reloj y vi que eran las dos y veinte de la
madrugada: y todavía quedaba gran parte de la carrera oficial, porque ésta era
larguísima, como acabo de anotar.
En 1965 la carrera
oficial pasó a comenzar en donde aún lo hace, en la esquina de Claudio Marcelo
con Capitulares por un lado y Diario de Córdoba por el otro. Nuestra Hermandad
subía por la Corredera y la Espartería; salíamos de San Pedro a las once y
media de la noche, y los cofrades de la Misericordia contábamos de antemano con
que en la Corredera nos esperaba ineludiblemente una parada de unos tres
cuartos de hora, motivada fundamentalmente por la incorporación al desfile de
la cofradía de la Paz y Esperanza. La «Paloma de Capuchinos»
nos precedía en carrera oficial, y en la entrada a ésta se incorporaba una
representación del Ministerio del Ejército, presidida por una autoridad militar
y acompañada de una compañía de soldados que desfilaba ante el paso de la
Virgen. Era tan exasperante esa espera pocos minutos después de haber salido de
San Pedro que, según supe mucho tiempo después, consultando prensa de la época,
hubo dos años −1967 y 1968− en que la Misericordia cedió el último lugar de la
jornada a la Hermandad de Capuchinos, en una concesión que afortunadamente no
se repitió.
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Portada de la revista Patio Cordobés dedicada a la Semana Santa de 1966 |
En uno de esos
años, aunque no puedo precisar en cuál, experimenté una sensación curiosa al
bajar la Espartería: al menos en mi memoria lo que hay es, en las inmediaciones
del Arco Alto, una nube de humo que no procedía del incienso que se quemaba
delante del paso, sino de la perola donde alguien –muchos años después supe que
se llamaba Carmen− estaba friendo churros con los que calentar las bocas y los
estómagos de quienes veían la procesión a esas altísimas horas: si estábamos en
las Tendillas, a la ida, pasadas las dos de la madrugada, como muy pronto debían
de ser las cinco.
Ya de mayor he leído
muchas veces el valiosísimo libro de Semana
Santa. Teoría y realidad, de Núñez de Herrera, y en él se hace alusión a
una situación parecida: le confusión del olor del incienso, en una iglesia, con
la del aceite de calamares fritos en una taberna cercana. Puedo decir que
entonces, antes de cumplir los diez años, se alojó en mi pituitaria esa hermosa
sensación.
En 1965 y 1966
salí con una canastilla, lo que para mí era una especie de ascenso. Lamentablemente no recuerdo nada especial de las
procesiones de la Misericordia en aquellos dos años.
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El paso del Cristo de la Misericordia en las Tendillas, en 1966. Obsérvense los rótulos luminosos. |
De 1966 guardo
sólo una estampa procedente de otras
cofradías. El Domingo de Ramos, mis padres y hermanos fuimos a visitar a mis
abuelos maternos (Antonio Pineda y Ángela Fernández), que vivían en el número 1
de la calle Mateo Inurria, muy cerca de la cuesta del Bailío. Debían de ir con
nosotros mi abuela paterna, Encarnación Lucena, y mis dos tías paternas, Encarnación
y Rosario, de las que ya he hablado.
Cuando se acercó
la procesión de la Hermandad de la Esperanza, recuerdo –esta vez sí, perfectamente−
que el manto de la preciosa «Gitana» de Martínez
Cerrillo estaba completamente liso, en su terciopelo verde aún virginal, sin
una sola puntada de hilo de oro. Al verlo, mi abuela Encarnación dijo «…y
el manto, liso».
Más esclavina
En 1967 volví a ver la Esperanza, pero iba sólo con mi padre
y mis hermanos Paco y Manolo (seguramente mi madre se quedaría en casa con
Ángel, el pequeño). La vimos en la calle Alfaros, a escasa distancia de la confluencia
con Alfonso XIII. Quiero apuntar, aunque no tenga que ver con estas notas, que
esa zona de la calle Alfaros, por la que pasaba con cierta frecuencia con mi
tía Francisca Pineda, tenía para mí por aquellos años la connotación de dos
olores que me encantaban: el de un horno de pan y el de una carpintería que
había por allí; y asocio a estos olores la oscuridad de un despacho de carbón
situado unos metros más atrás.
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El paso de palio en la calle Claudio Marcelo, el Miércoles Santo de 1967. |
Pues bien, en el
sitio que acabo de evocar vi ese año la procesión de la Esperanza. El cortejo
era peculiarísmo: abría como es natural la cruz de guía, pero detrás de ella no
iba ni un solo nazareno, sino que todo el tramo previo al paso del Señor de las
Penas –el recordado paso de los guadamecíes de Martínez Cerrillo− iba cubierto
por una formación de romanos. Aún veo en mi memoria el lábaro que decía: «Hermandad
del Imperio Romano. Cabra».
Detrás del paso de
Cristo iba ya el cortejo de nazarenos con su túnica blanca y su capirote verde,
y cerraba la cofradía, como es natural, el paso de palio de la Esperanza, en el
que ya se podía ver la primera fase de los bordados que estaban confeccionando
las adoratrices. Escoltaban el paso, como es natural, agentes de la Guardia
Civil con uniforme de gala.
Como nazareno de
cirio iba un compañero y amigo mío del Instituto. Yo hacía ya primero de
Bachillerato −¿alguien recuerda el «Plan de 1957»?−, y
en los recreos hablaba con mis compañeros de lo que me más gustaba: el fútbol y
la Semana Santa. Este compañero, que se llamaba Salvador Llamas Luque, me dijo
que salía en la Esperanza, y cuando yo estaba con mi padre viendo la procesión
noté que un nazareno me saludaba y me decía algo a modo de saludo. Sin duda
alguna era él, y me dio envidia que, siendo más o menos de la misma estatura y
complexión que yo, que a la sazón por cierto era un poco bajo y estaba muy delgado,
a él le permitían salir de nazareno con capirote y a mí no.
Cuando llegamos al
instituto tras el final de las vacaciones, nuestra profesora de Lengua Española,
la inolvidable doña Luisa Revuelta, nos pidió que escribiéramos un ejercicio de
redacción hablando de la procesión que más nos hubiera gustado. Yo,
naturalmente, escribí que había sido la de la Esperanza, detallando todo lo que
pude lo que recordaba de la misma. Pero cuando la profesora le pidió a Llamas
que leyera su redacción, escuché con estupor que la Hermandad que más le había
gustado a mi amigo había sido la del Señor la Caridad. Al acabar la clase le
mostré mi disgusto y él me pidió disculpas por no haber puesto la Misericordia.
El Domingo de
Ramos de uno de esos años, aunque no recuerdo exactamente de cuál, vi en la
plaza del Corazón de María la procesión del Rescatado. Fue el año en que la
Virgen de la Amargura reanudó su presencia en el cortejo de esta Hermandad, y
estrenaba el nuevo palio, con varales recubiertos de guadamecíes de Martínez
Cerrillo y techo y bambalinas del mismo material y autor. A mis padres no les
gustó, y comentaron la rigidez y poca gracia de esas bambalinas, acrecentadas
por el hecho de que el paso andaba sobre ruedas.
El seguro
A finales de 1967 −exactamente desde poco antes de las
vacaciones de Navidad− estuve en cama, con pulmonía; la enfermedad me duró más
de una semana. Fue uno de esos días cuando, ya de noche, llegó mi padre de la Hermandad
con unos papeles, se acercó al cuarto donde yo estaba acostado y allí, delante
de mi madre y mi hermano Paco, nos leyó con detalle la descripción completa de
los dos pasos tal y como entonces salían en Semana Santa. Después nos dijo que
el de Cristo, completo, estaba valorado en medio millón de pesetas, mientras
que el de Nuestra Señora de las Lágrimas tenía un valor de millón y medio de
pesetas.
No es que ese
fuera el valor real de los pasos. Mi padre me lo explicó: lo que me había leído
era, en realidad, parte de la póliza del seguro que cubría los pasos ante
cualquier eventualidad, y seguramente su valor real sería superior a esas
cantidades.
Por aquel tiempo
era tesorero de la Hermandad el cofrade José Ávila Varo, que pese a su segundo
apellido no era pariente nuestro. Trabajaba ese hermano en la compañía de
seguros Mapfre, con la que la cofradía había suscrito la mencionada póliza.
Mientras Ávila tuvo algún cargo en la Hermandad, recordaba de vez en cuando la
necesidad de actualizar la póliza y los valores en ella declarados.
De ese mismo año
data un cuadro –un paisaje– que mis padres compraron en una exposición que se
celebró en el convento de Capuchinos, y que mientras la casa de mis padres
estuvo abierta permaneció en el salón. Después pasó al domicilio de uno de mis
hermanos. La exposición tenía como motivo recabar fondos para los estudios en el
Seminario Seráfico de los Capuchinos de Antequera de un joven cordobés, sobrino
político del citado José Ávila Varo. El joven cordobés se llamaba y se llama
Ricardo del Olmo López, y es más conocido, en los ambientes cofrades, con el
nombre de Fray Ricardo de Córdoba.
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