El primer pregón
Hubo que esperar a 1968, el año en que yo cumpliría los doce
años, para que me permitieran salir en la Misericordia con capirote; pretender
llevar un cirio era demasiado, porque para eso había que ser mayor aún. Tuve
que conformarme, pues, con una vara de escolta.
Antes de la
procesión, el Domingo de Pasión, mi padre tuvo a bien llevarme, por primera vez
en mi vida, a un pregón de Semana Santa. Fue el que pronunció Matías Prats. Pocos
meses antes, el conocido locutor de Villa del Río se dirigió por escrito a
nuestra Hermandad, y supongo que haría otro tanto con el resto. En la misiva
pedía información de las imágenes, la Hermandad, su historia y otros datos
básicos, supongo que para ir pergeñando su discurso (y también mostrando de forma indirecta su ignorancia
sobre el tema, a pesar de que su nombre figuraba como hermano mayor efectivo de
la cofradía de Jesús Caído).
Fui con mi padre
al Círculo de la Amistad, y escuché el pregón de Semana Santa. Antes, una
orquesta y un coro que no puedo precisar ahora interpretaron varias piezas
musicales, una de ellas, según me explicó mi padre, propia de nuestra Hermandad:
se trataba de la «Gran Letanía número 5»
de Luis Serrano Lucena, que durante bastantes años formó parte del programa musical
del concierto previo al pregón.
De lo que dijo
Matías Prats sólo recuerdo dos frases: una de ellas, cuando habló de la Hermandad
de Jesús Caído dijo de ella que era «mi cofradía», y la
otra la del final, pues cuando acabó sus palabras lo hizo con la exhortación: «¡Cordobeses,
sigamos la Cruz de Guía!». En 1986, cuando me tocó a mí ser pregonero,
quise rendir un homenaje al primer pregonero que escuché en mi vida (y a mi
padre, que tanta culpa tuvo de mi
condición de cofrade), y decidí terminarlo con las mismas palabras. Fue un
pequeño plagio, no confesado hasta ahora por escrito… ni descubierto por nadie
que acudiera al discurso del inmortal locutor villarrense y recordara su conclusión.
Estrenando capirote… a medias
Pues bien, ese año me puse por primera vez un capirote. El
tiempo había estado inseguro el Miércoles Santo, pero a la hora de salir se
abrió un claro y la cruz de guía se puso en la calle. Yo iba, como digo, de
escolta del escudo de armas, o sea, casi en cabeza de la procesión. Debían de
ir pocos nazarenos, porque cuando el cortejo se detuvo para dar tiempo a la
salida del paso de Cristo, la cruz de guía estaba en la plaza de la Almagra y
yo a la altura del Horno de San Pedro. Oí que el paso había salido: el capataz Antonio
Sáez «El
Tarta» sacaba los dos pasos, aunque el de palio lo llevaba su hijo Rafael. Me
sorprendió que siguieran pasando los minutos y la comitiva no reemprendiera la
marcha. Mientras pensaba en eso me di cuenta, de pronto, de que había comenzado
a llover muy débilmente: el capirote me dificultaba notar esta circunstancia, sobre
todo porque no veía a gente con paraguas abiertos. En un momento dado, un
nazareno que iba de diputado de tramo, y del que supe por la voz que era Juan
García Conde –mayordomo en la junta de gobierno y vestidor de la Virgen−, dijo a
toda prisa al que portaba el escudo de armas: «Los
atributos, rápidamente para la iglesia, que nos volvemos». De modo que mi
gozo en un pozo: mi primera experiencia como nazareno de la Misericordia con
capirote había durado menos de media hora.
Un detalle más de
aquellos años: antes hablé de la difícil situación económica que atravesaba la
Misericordia desde 1964. Como estas líneas no son un trabajo de investigación
ni un tratado de historia, sino un mero ejercicio de memoria, omito aquí los
datos que podrían documentar esta afirmación. Pero sí recuerdo a mi padre
llegando a casa, muy preocupado, diciendo: «Que no salimos, que no
podemos salir» lo que, como es fácil imaginar, nos llenaba de compunción a
mis hermanos y a mí. No sé si este recuerdo es del año 1968 o de uno o dos años
antes. Es igual. Lo cierto es que hubo un año –el que fuera− la procesión salió
finalmente, organizada en tiempo récord, después de que un cofrade del barrio −¿puedo
decir que se trataba del joyero José Mansilla Vázquez?− aportara generosamente
todo el dinero necesario para poner la procesión en la calle.
Hay otros
recuerdos que me confirman la malísima situación económica de la Hermandad por
aquellos años. Uno de ellos, que relató mi padre varias veces, data de 1967.
Estaban tan mal las arcas de la cofradía que al hermano mayor, con toda su
buena voluntad, se le ocurrió poner un anuncio pagado en el diario Córdoba para convocar al mayor número
posible de personas al besapiés del Domingo de Pasión y, de este modo, alcanzar
unos ingresos algo más elevados. Mi padre, desde su puesto en la Tesorería, fue
el encargado de contratarlo y de pagarlo. El anuncio costó algo más de 700 pesetas;
la recaudación de la bandeja superó ligeramente las 400 pesetas, que añadían un
déficit de 300 más o menos al que ya de por sí tenía la Hermandad.
Viernes Santo en Madrid
La Semana Santa de 1968 ha sido la única de mi vida cuya
segunda mitad he pasado en Madrid. El Jueves Santo de ese año, mi padre, mi
hermano Paco y un muchacho algo mayor que nosotros, llamado Juan Muñoz e hijo
de un compañero de trabajo de mi padre, tomamos el exprés de la una de la
madrugada –nos dio tiempo a ver alguna procesión− y emprendimos viaje a la capital
de España, a la que llegamos al amanecer tras unas siete horas de viaje.
El motivo del
viaje fue una rabieta que cogí unas semanas antes. Resulta que mis vecinos, los
Muriel, tenían dos hijas de algo menos de nuestra edad –Mari Puri y Marisol−que
asistían a clases de ballet en la academia de Mari Loli Cava; pues bien, dicho
ballet fue invitado a actuar en un programa de TVE que se llamaba «Club
de Mediodía» y que se emitía los domingos. Y allá que se fueron no sólo
Mari Loli Cava y las chicas de su ballet, sino las madres, las amigas de las
madres y las vecinas de las madres, y allá que se fueron con ellas mi madre y
mis dos hermanos menores, Manolo y Ángel. Yo me enteré de vuelta del instituto,
porque fuimos a comer con mi padre a casa de mi abuela y no a la mía. Pillé,
como digo, un buen enfado y mi padre decidió compensarlo con el viaje que
refiero.
Llegamos a Madrid
al amanecer tras una noche casi entera en el tren. Nos alojamos en el hostal
Buelta, que estaba y está muy cerca de la estación de Atocha, y el Viernes
Santo fuimos al cine a primera hora de la tarde, donde vimos la película «El
Evangelio según San Mateo», porque entonces el Viernes Santo sólo estaba
permitido el cine religioso. La verdad es que ni a mi padre ni a mí nos gustó
la película: ya de mayor supe que era una producción italiana, dirigida por un
tal Pier Paolo Pasolini, que ofrecía una visión del Evangelio un tanto
heterodoxa si la comparamos con otras producciones más espectaculares sobre el
mismo tema.
Al salir del cine
nos dirigimos a la Puerta del Sol, donde vimos entre un gran bullicio la procesión
de Jesús de Medinaceli, pero como había mucha gente y nosotros éramos pequeños,
un rato después mi padre nos llevó al templo donde se venera dicha imagen, en
el que pudimos ver nuevamente los dos pasos, ya recogidos tras acabar la
procesión.
El Sábado Santo
fuimos de visita a unos amigos de mi padre, que vivían en el pabellón de Jaén
de la Casa de Campo, y el Domingo de Resurrección fui, por primera y hasta
ahora única vez de mi vida al estadio Santiago Bernabéu, donde −en una de las
muchas localidades de pie que había en dicho recinto− vi un partido de Primera
División en el que jugaba ya un jovencísimo José Martínez, al que la historia
conoce como «Pirri». El resultado fue Real Madrid 1,
Pontevedra 0. Y volvimos a Córdoba en un tren que salió de Atocha sobre las
nueve de la tarde.
Vecinos cofrades
El martes de Pascua la prensa local, es decir, el periódico Córdoba, publicó en primera página la
triste noticia de una profanación sacrílega que sufrió el Cristo de Gracia. Al parecer,
después de la procesión, unos individuos entraron en el lugar donde había
quedado el paso tras la procesión, que es el mismo que se usa en la actualidad.
Pero los responsables de la hermandad, excesivamente confiados tal vez, lo
dejaron todo para devolver las imágenes a su capilla una vez terminada la
Semana Santa. Los delincuentes aprovecharon la ocasión para provocar algunos
desperfectos y hacer sus necesidades delante del paso, lo que provocó la
indignación de los hermanos del Esperraguero y de todo el barrio. No recuerdo
si finalmente la Policía pudo detener a los culpables, pero sí el malestar que
supuso la noticia a quienes la conocieron.
El hecho que acabo
de citar me lo contó también de primera mano mi vecino Manuel Sánchez Revuelta.
Desde 1965 ya no vivíamos en Antonio del Castillo, sino en la plaza de la Magdalena.
En ella teníamos como vecinos, entre otros, a las familias Sánchez Revuelta y Muriel
Álvarez. El padre de la primera –que en su juventud había salido de nazareno en
la Misericordia− falleció muy joven, con algo más de cuarenta años, poco
después de nosotros nos mudáramos a la casa. Sus dos hijos varones, José Luis y
Manuel, salían de nazarenos en el Cristo de Gracia, y el primero llegó a ser
hermano mayor; y como el segundo empezó el Bachillerato a la vez que yo, por lo
que íbamos por el mismo curso, aprovechábamos las largas caminatas yendo a
clase –de la plaza de la Magdalena al Instituto Séneca cuatro veces al día−
para hablar de Semana Santa y de nuestras cofradías respectivas.
En estas
caminatas, Manolo Sánchez Revuelta me hablaba sobre todo de la banda de cornetas
y tambores del Cristo de Gracia: «Nuestra
Hermandad es la única de Córdoba que tiene banda propia», decía enfatizando
especialmente las últimas palabras. Yo recuerdo haber visto la procesión del
Esparraguero varias veces, algunas en la plaza entonces llamada del Corazón de
María y otras en lo alto de la calle San Pablo, poco antes de girar para la
plaza del Salvador y Calvo Sotelo.
Los músicos
llevaban una camisa de raso negro, con el la cruz trinitaria sobre círculo de
tisú a la altura del pecho. Completaban su uniforme con una boina, pantalón
gris y correaje blanco. Como era usual en aquellos años, iban siempre en cabeza
de la procesión y no detrás del paso, costumbre que no empezó a generalizarse
hasta entrada la década de los ochenta, al difundirse las cuadrillas de los
hermanos costaleros.
Otra foto fija que
se conserva en mi memoria está vinculada a la familia Sánchez Revuelta y a la
Hermandad del Esparraguero. Se trata de una emotiva escena, en el comedor de la
vivienda de esta familia, en la que dos mujeres se aplican cariñosamente a un
trabajo de costura: una de ellas era doña Carmen Revuelta, la madre de la
familia −que había enviudado a poco de mudarnos nosotros a esa casa− y la otra
Maribel, la joven prometida de José Lorenzo, el mayor de la familia. Ambas
aparecen en esa instantánea mental poniendo sus manos y sus ojos, y sin duda
también su corazón, en un pequeño bastidor que sostiene un trozo circular de tisú
de plata, posiblemente procedente de las antiguas túnicas de la Hermandad del
Cristo de Gracia. Sobre el tejido brillante, ambas bordan el escudo de la Hermandad:
la cruz trinitaria con dos bandas de terciopelo −roja la vertical, azul la
horizontal−, las cadenas y una serie de adornos, entre los que no faltaban
perlas de imitación. Sin duda, doña Carmen bordaba el escudo de la capa de su
hijo Manuel, y Maribel la de su futuro esposo.
Por su parte, mis
otros vecinos y compañeros de juegos y travesuras, los Muriel, estudiaban en el
Colegio Salesiano, por lo que salían en la procesión de la Borriquita, que
radicó en María Auxiliadora desde su fundación en 1963 hasta su traslado a San
Lorenzo en 1977. Un tiempo después se dieron de alta en la Misericordia y
vistieron nuestra túnica el Miércoles Santo, repitiendo la experiencia durante
unos cuantos años.
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