sábado, 4 de marzo de 2017

Extraordinaritis

El año en que estamos será muy duro para los frikis de las cofradías: que yo sepa, no está prevista ninguna salida extraordinaria de pasos de Semana Santa fuera de temporada, aunque a estas alturas tan tempranas todavía estamos a tiempo de que alguna –con licencia de Palacio, por supuesto– se acuerde de que en 2017 se cumplen nosecuantos años de que al prioste se le ocurrió sustituir un romano del misterio por otro del imaginero más fashion del momento.Lo siento por esos frikis, que ya estarán pensando en las anunciadas o previstas para 2018 (a vuelapluma se me ocurren dos, ya veremos). A mí, qué quieren que les diga, me aburre ya tanta efeméride cogida por los pelos que sólo sirve para mayor honra y gloria de… bueno, ya saben de quién o de quiénes. La verdad, pienso que estamos trivializando la cosa. En los últimos cinco años hemos tenido dos magnas (una no la vi ni por el forro, la otra sólo en el interior de la Catedral), y un número de procesiones pretendidamente extraordinarias que me han hecho perder la cuenta (que yo recuerde sólo he visto una), sobre todo si recordamos el lamentable récord de una cofradía que, desde 1991, ha hecho nada menos que siete salidas con pasos y sin nazarenos. ¿Qué va a quedar de esa hermosa espera que hemos vivido cada año quienes hemos mamado el amor a la Semana Santa en el pecho de nuestra madre? Ya nos hemos quitado hace mucho tiempo el íntimo estremecimiento que nos recorría cuando escuchábamos de lejos, en esas tardes de febrero en que la tibieza del sol «anuncia ya la primavera», el primer quejido lejano de una corneta, quizá desafinada –¿y qué nos importaba?– nos anunciaba que se aproximaban los «días santos», tal y como reflejó Pablo García Baena en un poema canónico.A mí me gusta la Semana Santa, con sus pasos, sus bandas o su silencio, sus flores, su azahar, sus aglomeraciones… y sus nazarenos, sobre todo sus nazarenos. Sin ellos… a los pasos les falta lo fundamental. Porque, encima, esas salidas extraordinarias de mayo, julio u octubre tienen un cortejo, en el noventa por ciento de los casos, manifiestamente mejorable: unas decenas de chicos y chicas con ganas de llevar un cirio durante un rato, y pocos, poquísimos hombres hechos y derechos con sus trajes oscuros y sus corbatas de colores discretos, que son los que, en realidad, dan categoría y caché a un acontecimiento que debe ser excepcional.

(Publicado en ABC Córdoba el 3 de marzo de 2017)

miércoles, 1 de marzo de 2017

Aquí seguimos estando

Hoy, Miércoles de Ceniza de 2017, se cumplen 30 años litúrgicos de mi primera colaboración escrita en un periódico sobre Semana Santa y Cofradías. Digo 30 años litúrgicos, porque para los 30 años naturales hay que esperar al sábado (en 1987 el Miércoles de Ceniza fue el 4 de marzo).

     Se titulaba ese primer artículo, publicado en el diario Córdoba, «Aquí seguimos estando». Con ese título quería dar a entender que las cofradías nunca se habían ido de la actualidad ni de la vida de Córdoba, aunque el medio de comunicación en el que empezaba a colaborar —único periódico por entonces en la ciudad— llevara unos cuantos años prácticamente olvidado de ellas.
     Han pasado 30 años y hace tiempo que perdí la cuenta de las colaboraciones que he escrito. Durante mis dos décadas en el diario Córdoba hubo años en que firmé más de 150 textos, de modo que sin exagerar puedo decir que fueron más de 2.000 sólo en ese medio. Ya antes, en 1984, inicié una colaboración hablada con la desaparecida Radio Mezquita (absorbida posteriormente por Onda Cero). En 1985 y 1986 hice un programa de radio diario, de lunes a viernes, durante toda la Cuaresma, y en 1985, con un equipo de amigos cofrades (mi hermano Ángel, Antonio Capdevila, Fermín Pérez y Miguel de Santiago) tuvimos la osadía de retransmitir en directo por radio, a través de una línea microfónica, las procesiones a su paso por carrera oficial, concretamente desde el palco de Las Tendillas.
     Luego, simultaneando con mis artículos y reportajes del diario Córdoba, hice trabajitos esporádicos para la COPE, la Cadena SER, Canal Sur Radio y Onda Mezquita TV. Fueron años intensos, apasionantes y apasionados, pero no agotadores, si bien hoy me pregunto cómo fui capaz de llevar todo eso adelante sin dejar ni un solo día mi trabajo profesional como docente, primero en el IES Francisco de los Ríos de Fernán Núñez y luego en otros institutos de Córdoba. Quizá sea porque era ofensivamente joven (empecé a trabajar como profesor con 22 años y a colaborar en el periódico con 30). Bueno, para ser exactos, en todo ese tiempo sólo me tomé (fue en 1989) un permiso sin sueldo de dos semanas, las previas a la Semana Santa de ese año. Y todo esto sin olvidar mi condición de cofrade, ya que entre 1986 y 1990 fui hermano mayor de la Misericordia en cuatro años muy difíciles de mi hermandad, exiliada en Santa Marta y saliendo de la Catedral por el prolongado cierre de San Pedro.

Ladrillo cofrade

En estos miles de artículos he hablado de todo lo habido y por haber en las cofradías de Córdoba, unas veces con acierto y otras, seguramente las más, con menos brillantez. Algunos de esos artículos me provocaron malos ratos y noches sin dormir, y hasta hubo un año, exactamente 1990, en que la tertulia cofrade Cruz Guiona-San Álvaro de Córdoba, hoy desaparecida (y que congregaba a un reducido grupo de destacados cofrades de rancio abolengo y túnica negra, cuyos nombres me da pudor citar porque alguno ya no está entre nosotros), me concedió su premio «Ladrillo cofrade», una especie de «Premio Limón» por mis artículos de la Cuaresma de ese año.
     Dudé mucho en ir a recibir el galardón, pero fue la insistencia de mi mujer la que me persuadió de que no faltara: el acto fue en el sótano del restaurante Costa Sur, entonces Crismona, en el Sector Sur. A los postres, después de que la «Candela cofrade» (el «Premio Naranja») fuera entregada al entonces todopoderoso Miguel Castillejo, leí mi discurso de aceptación, que había preparado con mucho tiento y mucho mimo. Ojalá lo conservara, por cierto.
     El premio era, como su propio nombre indicaba, un ladrillo, que conservo todavía con cariño en mi casa. Y aproveché mi discurso para usar esa metáfora. En vez de recibir el nombramiento como un ladrillazo, que es lo que pretendían los convocantes, me puse constructivo y recordé que un edificio, por grande que sea, se compone de miles de ladrillos, y que entre esos ladrillos tiene que haberlos de distintas formas, tamaños y colores, y que  incluso alguno, por necesidades de la construcción, tiene que ser imperfecto o estar intencionadamente roto… quizá como algunos o muchos de mis artículos.
     Al terminar en el restaurante invité a la última copa a todos los contertulios. Fue en un pub de la Sierra, y puedo decir que la suma total de la invitación que yo pagué fue muy superior al cubierto que había abonado cada uno de los tertulianos por la cena; pero yo di por bien invertido ese gasto, porque quedamos muy amigos y desde entonces me honran con su aprecio. Por cierto, no volvió a repetirse ese reparto de premios bueno y malo en las postrimerías de una Semana Santa, salvo una década después, cuando durante tres o cuatro años los que llevábamos la ya nutrida información cofrade en Córdoba —Paco Pérez, Luis Miranda, José Antonio Luque y yo, quizá con alguno más— entregamos un premio Naranja a una hermandad o persona que nos hubiera facilitado el trabajo de forma especial. Creo recordar entre los galardonados a las cofradías de la Estrella, con Pepe Ortiz de hermano mayor, y el Calvario, con Juan Villalba como máximo responsable.

¡Qué nivel!

Del nivel cultural de muchos cofrades de Córdoba da idea una anécdota que me ocurrió no recuerdo si en 1989 o en 1990. Escribía yo la crónica de todos los días de Semana Santa —salvo el Miércoles Santo, por supuesto— y lo hacía con miedo, tratando de no olvidar un estreno, un detalle o un matiz de esos que tanto les gustan a los cofrades. Uno de esos años puse hasta el número de papeletas de sitio que había repartido cada hermandad, y traté de ser objetivo sin dejar por eso de atender a lo que fuera noticioso que, por definición, merece en periodismo más atención que lo que no lo es. El caso es que un capillita me recriminó… que no había tratado a todas las cofradías por igual: ¡el buen mozo había contado el número de palabras que había dedicado a cada una y me dijo que la hermandad X tenía muchas más palabras que la hermandad Y! Con eso nos podemos hacer una idea del nivelito que se mueve en estos ámbitos. Por no hablar del que me llamaba indingado a las ocho de la mañana —yo me había acostado a las cuatro— para protestar porque en el periódico había salido un nazareno de su hermandad sentado en un bordillo, o del hermano mayor que su hermandad, siendo «la mejor de su día de salida» había tenido menos atención que otras… Eso ha sido durante años el pan de cada día cuando pasaba la Semana Santa. No sé si la cosa habrá mejorado, pero así era el ganado al que yo tenía que torear.
Eso sí, entonces no había esa obsesión por temas como el cambio de un capataz, la elección de una banda o las blondas de un vestidor. Menos mal.

Veinte años

Recuerdo con inmenso cariño mi etapa en el diario Córdoba. Bajo las direcciones de Antonio Ramos y José Higuero aquello fue un lugar donde yo trabajaba de maravilla: con libertad, con buen ambiente y con unos redactores y técnicos magníficos que me facilitaban enormemente mi trabajo.
     Recuerdo que en el año 2000 se hicieron en el periódico las primeras guías de la Semana Santa. Como no había precedentes, íbamos hollando tierra virgen. Se publicó incluso un libro —un libro de más de 100 páginas— con espacios generosos para todas las cofradías, de cada una las cuales tuve que escribir un texto de dos o tres páginas, exprimiendo contra reloj la imaginación y los recuerdos. La víspera del Viernes de Dolores se presentaron las guías en el Palacio de Viana, y al terminar —asistió la nunca suficientemente vilipendiada Gestora de la Agrupación, fruto del baculazo del obispo Martínez, también de infausto recuerdo— nos volvimos a toda prisa al periódico, porque estaban sin hacer aún las del Jueves y el Viernes Santo. Volvimos al tajo… y nos amaneció el Viernes de Dolores terminando la tarea. Sin dormir fui al Instituto donde trabajaba entonces (el IES Medina Azahara). Fue, como se pueden imaginar, algo agotador: pero salió el producto, que desde entonces no ha faltado a su cita, pero claro, ya después no era tierra virgen, sino un camino bien roturado.
     En todo el tiempo que dirigieron el periódico los dos periodistas citados —y también con la dirección interina de Antonio Galán— jamás tuve el más mínimo problema por una opinión vertida por mí en uno de mis artículos; es más, siempre me defendieron cuando hubo algún atisbo de polémica. Los problemas empezaron poco a poco con los dos directores que siguieron, cuando hoy una frase dejada caer y mañana un recorte en el espacio dedicado a mi tema empezaron recortar mi libertad de expresión. Una censura directa y una imposición marcaron el final de esa etapa: en el artículo censurado, que iba a haberse publicado poco antes de Semana Santa, me pidieron que lo cambiara llamándome a mi casa cuando ya estaba acostado, porque a alguien no le parecía conveniente; lo cambié porque no me quedó más remedio, dadas la hora y la circunstancia (ahora puedo decir que era una crítica a la entonces alcaldesa Rosa Aguilar, aún en IU pero ya coqueteando con el PSOE: no hay que decir más). La imposición vino después, a primeros de diciembre, cuando me exigieron que tratara con una cancha innecesariamente generosa una noticia de cofradías que en realidad era de poca monta, pero que tenía el morbo del progresismo antieclesiástico que caracteriza a la izquierda de nuestro tiempo. Me negué a este juego y puse fin a mi etapa. Me dolió muchísimo porque habían sido veinte años en los que había trabajado muy a gusto y en los que había hecho buenos amigos, pero al salir sentí el aire libre. Como se dice en estos casos, también hay vida «fuera de».

Fundido a negro

En febrero de 2008 pasé a ABC, donde mi trabajo fue mucho más leve: una colaboración semanal durante unos años, y sólo unos reportajes y unas columnas en Cuaresma. No creo que en todo este tiempo hayan llegado a un centenar mis escritos en «el periódico de las tres letras». Nunca en él he tenido la más mínima restricción a la expresión de mis ideas, pero veo mis años en este medio como una forma de fundido a negro, es decir, de gradual desaparición de la escena pública y oficial de los medios de comunicación. Al fin y al cabo, los años pasan factura y una sabia decisión es la de retirarse a tiempo, sobre todo si es un retiro pausado, con cuentagotas...

     Lo pasado ya no tiene remedio. Ahora, con los recursos que nos proporcionan las nuevas tecnologías, es posible decir lo que uno piensa en un ámbito distinto al de los medios convencionales. Pero internet no tiene, al menos de momento, el prestigio y la prestancia que da un periódico con más o menos historia, y cualquiera tiene a su alcance, con poco esfuerzo y ninguna cultura, la posibilidad de potar su hiel en público en forma de bites enredados. Los periódicos de papel permanecen en las bibliotecas y hemerotecas, mientras que los digitales pueden esfumarse sin dejar rastro en cualquier momento.
     Eso sí, como escribí hace treinta años, aquí sigo estando. Y seguiré hasta que yo mismo lo decida. Cuando alguien lleve treinta años en esto… yo habré estado muchos más.

ANTONIO VARO PINEDA

lunes, 21 de marzo de 2016

Recuerdos de la Semana Santa que perdí

Antes de narrar el paso del Rubicón de la mayoría de edad cofrade, quiero dejar anotados unos cuentos recuerdos de mis primeros años en la Semana Santa, y también algunas ausencias en el baúl de mi memoria.
La Virgen de la Paz y Esperanza en 1971
Entre las segundas están haber visto las Angustias en San Agustín o la Hermandad del Huerto en su etapa anterior a su disolución. Amigos míos de más o menos mi misma edad recuerdan haber visto al grupo incomparable de Juan de Mesa en su sede histórica o recorriendo la Ribera camino de la carrera oficial o de regreso a San Francisco. Pero yo no puedo decir lo mismo, y bien que lo siento.

Sí recuerdo, en todas las iglesias, las imágenes cubiertas por doseles morados en los altares, el Domingo de Pasión. Era para mí toda una premonición de la Semana Santa.

Recuerdo asimismo los carteles de Ricardo Anaya, que nos acompañaron durante toda la década de los sesenta y hasta 1975. Su contemplación me lleva indisolublemente a bucear en el hermoso mar de la memoria.

Recuerdo los sellos de Semana Santa que editaba la Agrupación de Cofradías como forma de promocionar la Semana Santa y lograr algunos ingresos. Unos años los sellos contenían las fotos de los pasos o los titulares y otros una reproducción a escala del cartel, siempre de forma monocromática. La iniciativa duró hasta finales de los años 70.

Recuerdo también que el periódico local destacaba siempre, unos días antes de Semana Santa, la noticia de que la representación en la Hermandad de las Angustias de Francisco Franco, su Hermano Mayor de Honor, la ostentaría el que a la sazón fuese «gobernador militar de la plaza y provincia de Córdoba», junto al «guión de Su Excelencia» que la Hermandad incorporó a su patrimonio artístico y que hoy forma parte de su museo particular.

Recuerdo la ilusión con que esperábamos la aparición de la revista Patio Cordobés dedicada monográficamente a la Semana Santa. Conservo aún algunos ejemplares de aquella iniciativa que, como tantas cosas, se asomó a la calle por última vez en la Cuaresma de 1975.

Recuerdo que todas las bandas iban en cabeza de la procesión, salvo la banda municipal de música. Las bandas eran siempre de cornetas y tambores y contaban con repertorios limitadísimos: entre las que desfilaban por aquellos años recuerdo, aparte de la del Cristo de Gracia, de la que ya he hablado, las de la OJE de varios pueblos −Montemayor, por ejemplo, que hasta tenía un grupito de majorettes a las que no se autorizó su presencia en Semana Santa− o la de la Guardia de Franco de la misma Córdoba, aunque ésta es más tardía. En cuanto a la banda municipal, iba siempre cerrando la carrera oficial, ya que sólo tocaba en este tramo, tras el último paso de la cofradía a la que, por turno, le tocara cada día. Como desde siempre el Miércoles tenía cuatro cofradías, sólo una vez cada cuatro años le tocaba ir detrás del palio de mi Hermandad, y hasta recuerdo haberla oído tocar algún año que yo iba en ese sector, haciendo sonar Lágrimas y Desamparo de forma casi ininterrumpida: aún retumba ese sonido asociado a un momento de la procesión hoy inverosímil: el giro a la derecha en la esquina de la avenida del Gran Capitán con la del Generalísimo, hoy Ronda de los Tejares, e incluso hasta la calle Cruz Conde. Creo recordar, aunque no estoy seguro, que alguna vez se prolongó su acompañamiento más allá de lo previsto.

Recuerdo aquella época dorada de los «capiroteros», precedentes de lo que, con la eclosión del mundo del costal, serían años después los «sacapasos». Conocí a uno de mi Hermandad que salía el Domingo de Ramos con la Borriquita –pero con túnica del Prendimiento, como diputado−, el Lunes Santo en la Sentencia, el Martes en el Prendimiento, el Miércoles en la Misericordia, el Jueves con el Cristo de Gracia y el Viernes en la representación de la Hermandad de San Pedro en el Santo Sepulcro.

Recuerdo también el acompañamiento de la Guardia Civil a la Hermandad de la Esperanza, con efectivos de la Benemérita vistiendo el traje de gala, con galones dorados en el tricornio. De esta Hermandad recuerdo también haberla visto salir, de noche, de la plaza de Santa Marina: el pequeño paso de Cristo con aplicaciones de guadamecí que hizo Martínez Cerrillo salía del propio templo, y el paso de palio del cocherón que construyó la propia cofradía, anejo al convento de Santa Isabel de los Ángeles. Y hasta recuerdo también, y alguna vez lo he escrito, un pequeño accidente que hubo una de esas ocasiones cuando un caballo de los batidores que abrían carrera se encabritó, golpeó con sus herraduras los adoquines del pavimento del que con gran estupor vi saltar chispas, acabó cayendo al suelo y provocando la caída de algunas personas, pero no más daños que el susto morrocotudo que nos llevamos quienes estábamos allí.

Recuerdo que en los primeros años tras la reincorporación de la Virgen de la Amargura a la Hermandad del Rescatado, el paso del Señor era el primero de su comitiva, y que tras él las larguísimas colas de penitentes suponían un tremendo corte en la organización del cortejo.

Recuerdo, y fueron varios años, a la antigua Virgen de la Merced en su antiguo paso sin palio, único de su Hermandad, con un manto blanco. Y recuerdo también el estreno de los actuales respiraderos, con la Virgen, aún sin palio, llevando un manto rojo, y la confluencia de su cortejo, en el oscuro atardecer de un Lunes Santo, con el Cristo de Gracia que salía al exterior de la iglesia de los Trinitarios en el Via Crucis de su Hermandad. Y también el primer año de los varales del palio que aún la lleva, con un techo y unas bambalinas absolutamente blancas, como el manto que se le puso a la Virgen. Naturalmente, iba con ruedas.

Recuerdo al Cristo del Remedio de Ánimas en su paso preparado bajo el soportal de la parroquia de San Lorenzo, en el exterior del propio templo y protegido sólo por unos toldos, ya que las dimensiones del antiguo paso −en diseño y forma semejante al actual− no le permitían salir del interior.

Recuerdo a la Hermandad de la Expiración el año que estrenó su paso actual, y la recuerdo, aunque no sé si fue ese mismo año, saliendo por la puerta lateral de la iglesia de San Pablo.

Recuerdo la llegada de Nuestra Señora del Rosario en sus Misterios Dolorosos a la Hermandad de la Expiración, que supuso que durante unos años el Santísimo Cristo procesionara sobre su paso en solitario, es decir, sin el acompañamiento de María Santísima del Silencio.

Recuerdo –esto ya fue en la segunda mitad de los setenta– el relativo revuelo que supuso la reincorporación de María Santísima del Silencio al paso del Cristo de San Pablo, ya que por aquel entonces que una misma Hermandad procesionara dos imágenes de la Virgen era algo absolutamente inédito. Y recuerdo también la defensa que hizo Rafael Zafra de esa situación: «La Piedad del Baratillo lleva detrás un paso de palio».

Recuerdo la envidia que me daban los nazarenos del Prendimiento, porque iban todos con capa, y recuerdo la anomalía que suponía que su primer paso fuera con ruedas y el de palio con costaleros.

Recuerdo que en las primeras Semanas Santas de que tengo memoria el Jueves Santo era día festivo… sólo por la tarde, con la mañana laborable y todas las tiendas abiertas. Por lo visto lo llamaban «fiesta recuperable», es decir, que las horas que no se trabajaban se tenían que cumplir en otros días a modo de horas extraordinarias sin remunerar.

Recuerdo que en la tarde del Jueves Santo se empezaba a hacer el silencio en las calles, pero no sólo en las calles: la televisión en blanco y negro sólo emitía programas religiosos y las retransmisiones de las procesiones desde donde cada año correspondiera. Los coches tenían prohibida la circulación por el casco urbano, los cines estaban cerrados y sólo se abrían el Domingo de Resurrección, y en los últimos años de estas limitaciones en la noche del Sábado de Gloria.

Recuerdo también aquellos Jueves Santos con cuatro cofradías (Caído, Gracia, Caridad y Angustias) y cinco pasos, todos con ruedas, en una situación que llegó nada menos que hasta 1977. Sin comentarios.

Recuerdo que algún año la Hermandad de la Caridad se quedó sin el acompañamiento de la Legión en su estación de penitencia, pero no por motivos políticos o presupuestarios, sino por un «temporal en el estrecho» que impidió a los legionarios tomar el barco que los desplazaba de Melilla a la Península…

Recuerdo haber visto a la Virgen de las Angustias camino de la Puerta del Colodro, exactamente por la avenida del Obispo Pérez Muñoz −hoy de las Ollerías−, camino del convento de las Esclavas del Santísimo y de la Inmaculada, para que las religiosas que le habían bordado en oro el gran manto morado pudieran ver su obra a través de una reja asomada a la calle que expresamente hubo que construirles. Y recuerdo también que este momento único hubo de esperar un año, porque el primero de los años previstos la lluvia lo impidió.

Recuerdo haber visto la Hermandad de la Buena Muerte a la altura del Gran Teatro un Viernes Santo por la tarde.

Recuerdo aquellos Viernes Santos con tres cofradías (Descendimiento, Dolores y Santo Sepulcro), que sumaban cuatro pasos, de los que sólo el del Santo Sepulcro carecía de ruedas.

Recuerdo, por cierto, a los Caballeros del Santo Sepulcro con su antigua indumentaria a cara descubierta: capa de raso negro con la Cruz de Jerusalén en tisú de plata bordada al pecho y su portacirios de madera roja… y alguno de ellos con su puro en la boca. En lo que queda en mi memoria, nunca eran más de quince o veinte, y delante de ellos el cortejo se agrandaba con las representaciones de las demás cofradías, cada una con un grupo de cinco o seis nazarenos con su túnica y una bandera o estandarte. Tras el paso de la urna iban representaciones eclesiásticas, presididas por el obispo, y políticas con el alcalde, las sociales y las militares, siempre con la banda de música del cuartel de Lepanto y alguna compañía cerrando el desfile en la carrera oficial.

Recuerdo haber visto el paso del Santo Sepulcro volver en solitario a la Compañía al acabar su paso por la carrera oficial. Fue por los años 1972 y 1973, cuando la extinción de su Hermandad de Caballeros –debida, según se dijo sotto voce, a desavenencias con el párroco− llevó a que la procesión la organizara directamente la Agrupación de Cofradías, y el cortejo lo compusieran exclusivamente las representaciones de las demás Hermandades y las autoridades que se sumaban en carrera oficial: al terminar ésta, todo el mundo se retiraba de las filas y el paso volvía, como digo, en solitario o casi en solitario a su templo de origen.

Recuerdo haber visto algún Sábado Santo por la noche al Resucitado en la calle Claudio Marcelo, cerrando la Semana Santa con sus cofrades vestidos de paisano.

Recuerdo que en aquel tiempo casi nadie tenía cámara de fotos, ni mucho menos cámaras de vídeo, porque sencillamente estas últimas no existían: a lo más, algunos potentados tenían una cámara de cine de 8 milímetros, que hacía películas mudas de no más de dos minutos; pero no creo que hubiera en Córdoba más allá de dos o tres.

Recuerdo también lo que permanece como si tal cosa: las colas interminables ante San Jacinto para venerar a la Virgen de los Dolores en su día, el Viernes de Dolores. Nadie hablaba entonces de vísperas ni sabían lo que era eso, ni la tarde de esa jornada se saturaba de Via Crucis por las calles de los distintos barrios.

Recuerdo, sobre todo, lo que más lamento haber perdido: el estremecimiento de satisfacción interna que me recorría el cuerpo al oír la primera y lejana corneta en los ensayos de un atardecer de finales del invierno, casi en vísperas ya de la Semana Santa.

jueves, 8 de mayo de 2014

De campanilla

De campanilla
En 1972 volví a sacar mi papeleta de sitio de cirio. Todo estaba preparado y no además no llovió. Pero las cosas ocurrieron otra vez de una forma distinta a la inicialmente prevista. Mi padre contrajo una inoportuna gripe al comienzo de la Semana Santa, que lo mantuvo en cama siete días pero que no nos impidió a mis hermanos y a mí ver las procesiones: mi madre nos iba dando dinero para ocupar sillas en carrera oficial y, así, el Lunes Santo pudimos ver la primera procesión de la nueva Hermandad del Via Crucis, que tanto nos habían ponderado desde la prensa local como «la cofradía del Vaticano II» o poco menos. A mí me llamó la atención sobre todo, más que el hecho de que el titular fuera llevado a hombros de tres de sus hermanos, el estridente sonido de la megafonía portátil desde la que el párroco de la Trinidad, don Antonio Gómez Aguilar, iba rezando y predicando las catorce estaciones. Mi hermano Paco dijo que le parecía muy «folklórico» todo aquello.
     El Miércoles Santo a mediodía mi padre seguía en la cama y no tenía visos de mejorar para la tarde. A la hora del almuerzo recibimos una llamada telefónica de José Fernández Pedrosa, a la sazón secretario de la Hermandad. Él le preguntó a mi padre si tenía inconveniente en que «tus dos mayores», es decir, mi hermano Paco y yo, saliéramos con campanilla en lugar de con cirio. Al parecer, a última hora se habían caído dos de los nazarenos inscritos para esa función, y como el puesto era entonces importante, necesitaban para cubrir las ausencias a dos personas formales, y por lo visto tanto mi hermano Paco como yo lo éramos. Mi padre accedió, naturalmente, y tanto mi hermano como yo dimos saltos de alegría al comprobar que habíamos ascendido un grado más en lo que considerábamos el escalafón cofrade, sin necesidad de pasar por el puesto de soldado raso, es decir, de nazareno de luz.
     Y dicho y hecho. Nos vestimos de nazarenos en casa, y cuando todos estuvimos preparados mi madre le dio dinero a Paco para que fuéramos a San Pedro en taxi (y volviéramos de la misma forma). Ya no vivíamos en la plaza de la Magdalena, sino en Ciudad Jardín, en la calle Siete de Mayo, y el trayecto era mucho más prolongado. Por cierto, cuando salimos de casa, ya vestidos de blanco con la faja morada, vi llorar a mi madre, que permanecía en la cama. Fue la primera vez en mi vida que lo vi llorar.
     Una vez en la iglesia, los responsables de organizar la procesión, −especialmente Pedro Doña y Francisco Palomino, pero también José Fernández− nos explicaron a mi hermano y a mí cómo se cumplía la misión de tocar la campanilla. Todas las cofradías menos las de silencio las llevaban, y yo sabía desde mis primeros años que su toque servía para ordenar a los nazarenos detenerse o avanzar, y sabía también, porque lo había visto, que en cada sector había, además de un diputado (que llevaba capa) un nazareno con campanilla (que no la llevaba). Nos dijeron que la campanilla que mandaba, es decir, la que tocaba en primer lugar, era la que iba inmediatamente delante del paso de Cristo, y después lo hacían las demás como una onda, es decir, hacia adelante las del tramo de Cristo y hacia atrás las de Virgen. Por lo visto, había un total de siete campanillas: tres en cada tramo y la directora junto al primer paso. Mi hermano y yo íbamos a ir en el tramo de Cristo, de modo que sólo deberíamos tocar cuando lo hiciera la campanilla que viniera detrás; nos insistieron, además, en que tuviéramos mucho cuidado sobre todo en las Tendillas, porque a la hora en que nosotros estábamos, de ida, en la citada plaza, pasaba de vuelta, para girar a Diego de León y Alfonso XIII, la cofradía del Calvario, que también regía sus movimientos por el sistema de campanillas y podía hacerlas sonar provocando una confusión indeseada a nuestra Hermandad. Y fue precisamente lo que ocurrió: cuando llegamos a las Tendillas, el Señor de San Lorenzo −en su antiguo y modestísimo paso de madera lisa− se disponía a dar el giro de acceso a Diego de León, en la que era, por cierto, la primera vez que yo lo veía en la calle; alguno de sus nazarenos hizo sonar la campanilla, y mi hermano Paco se confundió e hizo sonar la suya, provocando involuntariamente una parada imprevista a nuestra comitiva. Por lo demás, la experiencia fue positiva y en años sucesivos seguimos saliendo de campanilla tanto él como yo, aunque pronto volvimos a ascender ya que nos pusieron de diputados de tramo (con capa).
Sillas
El Jueves Santo mi padre seguía enfermo, pero tampoco esa vez nos dejó sin ver las procesiones. Volvió a darle dinero a Paco y los cuatro, muy formalitos, nos fuimos a la calle Gondomar, donde nos sentamos en unas sillas, ya casi en la confluencia con Gran Capitán: el objetivo de la elección era que, una vez pasada la última procesión, no hubiera dificultad para volver a casa por la calle Concepción. También le dio dinero para «chuches», y de este modo pudimos ver las cuatro procesiones del Jueves Santo, como tanta gente, dando cuenta de pipas de girasol o alguna golosina.
     De ese Jueves Santo no recuerdo muchas cosas. Sí puedo anotar, porque es un dato que seguramente ignoren muchos lectores de hoy, que el Jueves Santo era el único día de la Semana Santa en el que todos los pasos, sin excepción, caminaban sobre ruedas, y aún quedaba un lustro para que alguno de ellos comenzara a tener costaleros. Había gente en la calle y las sillas estaban totalmente ocupadas, pero no era nada comparable a lo que se ve en la actualidad. Eso sí, había más… ¿respeto? Sí, le llamaremos respeto: no había tanto vocerío ni tanta indiferencia en los espectadores, y por ejemplo cuando pasó la Legión tras el Señor de la Caridad, todos los que estaban en las sillas, sin que nadie tuviera que decírselo, se levantaba reverentemente cuando pasaba el soldado que portaba la enseña nacional, operación que se repetía minutos más tarde cuando desfilaba el acompañamiento militar en la procesión de las Angustias.

     No sé si fue ese año o uno anterior, pero recuerdo a soldados romanos venidos desde Doña Mencía desfilando tras el paso de la Virgen de las Angustias, con su banda de cornetas y tambores.
Cofradías nuevas
Si en 1972 habíamos podido ver por primera vez a la Hermandad del Via Crucis, un año más tarde nos fue dado contemplar, también por primera vez, la de Jesús Nazareno. Yo había entrado una sola vez, siendo niño, con mi tía Francisca a la iglesia del hospital donde se veneraba esta imagen, pero nunca supe que había sido titular en tiempos pretéritos, y que durante la Guerra Civil hubo un efímero intento de refundación que no llegó a cuajar. Como tantas cosas, eso lo supe mucho después, cuando ya no era «feliz e indocumentado», en palabras afortunadas de Gabriel García Márquez.
     Vi a Jesús Nazareno desde una silla en la calle Claudio Marcelo, cerca del instituto. Llevaba un solo paso y éste avanzaba sobre ruedas. Su estampa silenciosa y el hábito de sus nazarenos llamaron mi atención y configuraron el único recuerdo que, a la postre, me quedó de la Semana Santa de 1973, una Semana Santa que iba creciendo, ya que el debilísimo Martes Santo de sólo dos cofradías empezaba a quedar atrás.
Martes Santo
Y hasta cuatro llegó a haber al año siguiente, porque en 1974 se incorporó otra cofradía de nueva fundación, la del Señor del Buen Suceso de la parroquia de San Andrés. Yo sabía de su creación porque leí algo en el periódico local, y hasta la vi salir de su templo en esa primera ocasión. Me sorprendió el curioso hábito de sus nazarenos, que vestían túnica roja y capirote y faja de raso azul oscuro. Perdónese la irreverencia, pero al verlos lo primero que pensé fue en la indumentaria del F.C. Barcelona, que aquella temporada, por cierto, arrasaba en la Liga con la presencia del recién llegado Johann Cruyff. El titular, del que ya he dicho que procedía de la Magdalena y que quizá fuera el Nazareno que asustó a mi hermano Manolo en la abandonada iglesia, iba sobre su paso con una Dolorosa, que posteriormente pasaría al paso de palio, y una imagen de San Juan, procedente de la Hermandad de la Paz y Esperanza, cuyo paso de segunda mano fue el empleado por la nueva cofradía de San Andrés. Años después, el que ha sido muchos años hermano mayor de la «Paloma de Capuchinos», Manuel Quirós, me dijo que el precio del paso, San Juan incluido, había sido de 35.000 pesetas (poco más de 210 euros en moneda actual, aunque sea imposible establecer una correlación mínimamente rigurosa entre el valor de ambas cantidades).
     Pude ver esa procesión salir de San Andrés poco antes de dirigirme para asistir por primera vez a la que entonces, y durante mucho tiempo, se llamó «reunión del Martes Santo».
     Fue en la casa de la calle Carlos Rubio a que acabo de aludir. A la reunión se convocaba a la junta de gobierno en pleno, por supuesto, pero también a quienes –perteneciendo o no al órgano rector− iban a llevar alguna responsabilidad en la procesión o en su organización inmediata, por ejemplo a los diputados de tramo o a los portadores de campanillas, y este último era mi caso.
     En esa reunión, que sólo a mediados de los años ochenta empezó a celebrarse antes de Semana Santa, se repartían responsabilidades como abrir y cerrar las puertas del templo antes de la salida o después de la entrada, encender las candelerías, repartir los cirios y los atributos, prevenciones en caso de suspensión por lluvia y demás. Recuerdo con emoción aquellas reuniones: no estaba todo tan protocolizado y previsto como ahora, y el hecho mismo de hacerse el Martes Santo por la tarde ya habla de una buena dosis de improvisación: había problemas que, si surgían, no podían solventarse en menos de veinticuatro horas. Además, siempre quedaban cabos sueltos que, en el momento de la verdad, alguien solucionaba de la mejor manera posible sin encomendarse a Dios ni al diablo, y nadie le pedía cuentas después. Y nunca pasaba nada que no tuviera remedio.

lunes, 7 de abril de 2014

Primer pregón, primer capirote

El primer pregón
Hubo que esperar a 1968, el año en que yo cumpliría los doce años, para que me permitieran salir en la Misericordia con capirote; pretender llevar un cirio era demasiado, porque para eso había que ser mayor aún. Tuve que conformarme, pues, con una vara de escolta.
     Antes de la procesión, el Domingo de Pasión, mi padre tuvo a bien llevarme, por primera vez en mi vida, a un pregón de Semana Santa. Fue el que pronunció Matías Prats. Pocos meses antes, el conocido locutor de Villa del Río se dirigió por escrito a nuestra Hermandad, y supongo que haría otro tanto con el resto. En la misiva pedía información de las imágenes, la Hermandad, su historia y otros datos básicos, supongo que para ir pergeñando su discurso (y también  mostrando de forma indirecta su ignorancia sobre el tema, a pesar de que su nombre figuraba como hermano mayor efectivo de la cofradía de Jesús Caído).
     Fui con mi padre al Círculo de la Amistad, y escuché el pregón de Semana Santa. Antes, una orquesta y un coro que no puedo precisar ahora interpretaron varias piezas musicales, una de ellas, según me explicó mi padre, propia de nuestra Hermandad: se trataba de la «Gran Letanía número 5» de Luis Serrano Lucena, que durante bastantes años formó parte del programa musical del concierto previo al pregón.
     De lo que dijo Matías Prats sólo recuerdo dos frases: una de ellas, cuando habló de la Hermandad de Jesús Caído dijo de ella que era «mi cofradía», y la otra la del final, pues cuando acabó sus palabras lo hizo con la exhortación: «¡Cordobeses, sigamos la Cruz de Guía!». En 1986, cuando me tocó a mí ser pregonero, quise rendir un homenaje al primer pregonero que escuché en mi vida (y a mi padre, que tanta culpa tuvo de mi condición de cofrade), y decidí terminarlo con las mismas palabras. Fue un pequeño plagio, no confesado hasta ahora por escrito… ni descubierto por nadie que acudiera al discurso del inmortal locutor villarrense y recordara su conclusión.
Estrenando capirote… a medias
Pues bien, ese año me puse por primera vez un capirote. El tiempo había estado inseguro el Miércoles Santo, pero a la hora de salir se abrió un claro y la cruz de guía se puso en la calle. Yo iba, como digo, de escolta del escudo de armas, o sea, casi en cabeza de la procesión. Debían de ir pocos nazarenos, porque cuando el cortejo se detuvo para dar tiempo a la salida del paso de Cristo, la cruz de guía estaba en la plaza de la Almagra y yo a la altura del Horno de San Pedro. Oí que el paso había salido: el capataz Antonio Sáez «El Tarta» sacaba los dos pasos, aunque el de palio lo llevaba su hijo Rafael. Me sorprendió que siguieran pasando los minutos y la comitiva no reemprendiera la marcha. Mientras pensaba en eso me di cuenta, de pronto, de que había comenzado a llover muy débilmente: el capirote me dificultaba notar esta circunstancia, sobre todo porque no veía a gente con paraguas abiertos. En un momento dado, un nazareno que iba de diputado de tramo, y del que supe por la voz que era Juan García Conde –mayordomo en la junta de gobierno y vestidor de la Virgen−, dijo a toda prisa al que portaba el escudo de armas: «Los atributos, rápidamente para la iglesia, que nos volvemos». De modo que mi gozo en un pozo: mi primera experiencia como nazareno de la Misericordia con capirote había durado menos de media hora.
     Un detalle más de aquellos años: antes hablé de la difícil situación económica que atravesaba la Misericordia desde 1964. Como estas líneas no son un trabajo de investigación ni un tratado de historia, sino un mero ejercicio de memoria, omito aquí los datos que podrían documentar esta afirmación. Pero sí recuerdo a mi padre llegando a casa, muy preocupado, diciendo: «Que no salimos, que no podemos salir» lo que, como es fácil imaginar, nos llenaba de compunción a mis hermanos y a mí. No sé si este recuerdo es del año 1968 o de uno o dos años antes. Es igual. Lo cierto es que hubo un año –el que fuera− la procesión salió finalmente, organizada en tiempo récord, después de que un cofrade del barrio −¿puedo decir que se trataba del joyero José Mansilla Vázquez?− aportara generosamente todo el dinero necesario para poner la procesión en la calle.
     Hay otros recuerdos que me confirman la malísima situación económica de la Hermandad por aquellos años. Uno de ellos, que relató mi padre varias veces, data de 1967. Estaban tan mal las arcas de la cofradía que al hermano mayor, con toda su buena voluntad, se le ocurrió poner un anuncio pagado en el diario Córdoba para convocar al mayor número posible de personas al besapiés del Domingo de Pasión y, de este modo, alcanzar unos ingresos algo más elevados. Mi padre, desde su puesto en la Tesorería, fue el encargado de contratarlo y de pagarlo. El anuncio costó algo más de 700 pesetas; la recaudación de la bandeja superó ligeramente las 400 pesetas, que añadían un déficit de 300 más o menos al que ya de por sí tenía la Hermandad.
Viernes Santo en Madrid
La Semana Santa de 1968 ha sido la única de mi vida cuya segunda mitad he pasado en Madrid. El Jueves Santo de ese año, mi padre, mi hermano Paco y un muchacho algo mayor que nosotros, llamado Juan Muñoz e hijo de un compañero de trabajo de mi padre, tomamos el exprés de la una de la madrugada –nos dio tiempo a ver alguna procesión− y emprendimos viaje a la capital de España, a la que llegamos al amanecer tras unas siete horas de viaje.
     El motivo del viaje fue una rabieta que cogí unas semanas antes. Resulta que mis vecinos, los Muriel, tenían dos hijas de algo menos de nuestra edad –Mari Puri y Marisol−que asistían a clases de ballet en la academia de Mari Loli Cava; pues bien, dicho ballet fue invitado a actuar en un programa de TVE que se llamaba «Club de Mediodía» y que se emitía los domingos. Y allá que se fueron no sólo Mari Loli Cava y las chicas de su ballet, sino las madres, las amigas de las madres y las vecinas de las madres, y allá que se fueron con ellas mi madre y mis dos hermanos menores, Manolo y Ángel. Yo me enteré de vuelta del instituto, porque fuimos a comer con mi padre a casa de mi abuela y no a la mía. Pillé, como digo, un buen enfado y mi padre decidió compensarlo con el viaje que refiero.
     Llegamos a Madrid al amanecer tras una noche casi entera en el tren. Nos alojamos en el hostal Buelta, que estaba y está muy cerca de la estación de Atocha, y el Viernes Santo fuimos al cine a primera hora de la tarde, donde vimos la película «El Evangelio según San Mateo», porque entonces el Viernes Santo sólo estaba permitido el cine religioso. La verdad es que ni a mi padre ni a mí nos gustó la película: ya de mayor supe que era una producción italiana, dirigida por un tal Pier Paolo Pasolini, que ofrecía una visión del Evangelio un tanto heterodoxa si la comparamos con otras producciones más espectaculares sobre el mismo tema.
     Al salir del cine nos dirigimos a la Puerta del Sol, donde vimos entre un gran bullicio la procesión de Jesús de Medinaceli, pero como había mucha gente y nosotros éramos pequeños, un rato después mi padre nos llevó al templo donde se venera dicha imagen, en el que pudimos ver nuevamente los dos pasos, ya recogidos tras acabar la procesión.
     El Sábado Santo fuimos de visita a unos amigos de mi padre, que vivían en el pabellón de Jaén de la Casa de Campo, y el Domingo de Resurrección fui, por primera y hasta ahora única vez de mi vida al estadio Santiago Bernabéu, donde −en una de las muchas localidades de pie que había en dicho recinto− vi un partido de Primera División en el que jugaba ya un jovencísimo José Martínez, al que la historia conoce como «Pirri». El resultado fue Real Madrid 1, Pontevedra 0. Y volvimos a Córdoba en un tren que salió de Atocha sobre las nueve de la tarde.
Vecinos cofrades
El martes de Pascua la prensa local, es decir, el periódico Córdoba, publicó en primera página la triste noticia de una profanación sacrílega que sufrió el Cristo de Gracia. Al parecer, después de la procesión, unos individuos entraron en el lugar donde había quedado el paso tras la procesión, que es el mismo que se usa en la actualidad. Pero los responsables de la hermandad, excesivamente confiados tal vez, lo dejaron todo para devolver las imágenes a su capilla una vez terminada la Semana Santa. Los delincuentes aprovecharon la ocasión para provocar algunos desperfectos y hacer sus necesidades delante del paso, lo que provocó la indignación de los hermanos del Esperraguero y de todo el barrio. No recuerdo si finalmente la Policía pudo detener a los culpables, pero sí el malestar que supuso la noticia a quienes la conocieron.
     El hecho que acabo de citar me lo contó también de primera mano mi vecino Manuel Sánchez Revuelta. Desde 1965 ya no vivíamos en Antonio del Castillo, sino en la plaza de la Magdalena. En ella teníamos como vecinos, entre otros, a las familias Sánchez Revuelta y Muriel Álvarez. El padre de la primera –que en su juventud había salido de nazareno en la Misericordia− falleció muy joven, con algo más de cuarenta años, poco después de nosotros nos mudáramos a la casa. Sus dos hijos varones, José Luis y Manuel, salían de nazarenos en el Cristo de Gracia, y el primero llegó a ser hermano mayor; y como el segundo empezó el Bachillerato a la vez que yo, por lo que íbamos por el mismo curso, aprovechábamos las largas caminatas yendo a clase –de la plaza de la Magdalena al Instituto Séneca cuatro veces al día− para hablar de Semana Santa y de nuestras cofradías respectivas.
     En estas caminatas, Manolo Sánchez Revuelta me hablaba sobre todo de la banda de cornetas y tambores del Cristo de Gracia: «Nuestra Hermandad es la única de Córdoba que tiene banda propia», decía enfatizando especialmente las últimas palabras. Yo recuerdo haber visto la procesión del Esparraguero varias veces, algunas en la plaza entonces llamada del Corazón de María y otras en lo alto de la calle San Pablo, poco antes de girar para la plaza del Salvador y Calvo Sotelo.
     Los músicos llevaban una camisa de raso negro, con el la cruz trinitaria sobre círculo de tisú a la altura del pecho. Completaban su uniforme con una boina, pantalón gris y correaje blanco. Como era usual en aquellos años, iban siempre en cabeza de la procesión y no detrás del paso, costumbre que no empezó a generalizarse hasta entrada la década de los ochenta, al difundirse las cuadrillas de los hermanos costaleros.
     Otra foto fija que se conserva en mi memoria está vinculada a la familia Sánchez Revuelta y a la Hermandad del Esparraguero. Se trata de una emotiva escena, en el comedor de la vivienda de esta familia, en la que dos mujeres se aplican cariñosamente a un trabajo de costura: una de ellas era doña Carmen Revuelta, la madre de la familia −que había enviudado a poco de mudarnos nosotros a esa casa− y la otra Maribel, la joven prometida de José Lorenzo, el mayor de la familia. Ambas aparecen en esa instantánea mental poniendo sus manos y sus ojos, y sin duda también su corazón, en un pequeño bastidor que sostiene un trozo circular de tisú de plata, posiblemente procedente de las antiguas túnicas de la Hermandad del Cristo de Gracia. Sobre el tejido brillante, ambas bordan el escudo de la Hermandad: la cruz trinitaria con dos bandas de terciopelo −roja la vertical, azul la horizontal−, las cadenas y una serie de adornos, entre los que no faltaban perlas de imitación. Sin duda, doña Carmen bordaba el escudo de la capa de su hijo Manuel, y Maribel la de su futuro esposo.
     Por su parte, mis otros vecinos y compañeros de juegos y travesuras, los Muriel, estudiaban en el Colegio Salesiano, por lo que salían en la procesión de la Borriquita, que radicó en María Auxiliadora desde su fundación en 1963 hasta su traslado a San Lorenzo en 1977. Un tiempo después se dieron de alta en la Misericordia y vistieron nuestra túnica el Miércoles Santo, repitiendo la experiencia durante unos cuantos años.

domingo, 30 de marzo de 2014

Años con la esclavina

Debió de ser pasada la Semana Santa de 1964 cuando se produjo el relevo de Ángel Hernández García como hermano mayor de la Misericordia. Entró para sustituirlo el cofrade Rafael Osuna Cruz, hermano de uno de los primeros hermanos de la cofradía en la fundación de 1937 promovida por Francisco Melguizo. De Rafael Osuna recuerdo que era «todo un caballero» en el sentido más exacto que en aquellos años tenía esa expresión. El nuevo hermano mayor, que sin duda hizo una junta de gobierno de nueva factura en su casi totalidad –aunque mantuvo a Melguizo como secretario, cargo del que posteriormente dimitió−, nombró a mi padre vicetesorero, en lo que supuso la primera experiencia de mi progenitor en lo que entonces llamaba casi todo el mundo la «directiva» de la Hermandad.
     Yo no sabía por entonces, como es fácil imaginar, que la Misericordia, al igual que otras cofradías de Córdoba, se hallaba sumida en una dificilísima situación económica que mi padre, como vicetesorero, sin duda debía de conocer y de sufrir. Los primeros recuerdos que tengo de esa nueva situación son unos montones de fichas de cartón con los datos de los hermanos, que en la parte inferior contenían los cupones correspondientes a los meses que el cobrador se pasaba por los domicilios para cobrar la cuota correspondiente. Por cierto, la cuota no era igual para todos, y en base a criterios que nunca supe, unos pagaban una peseta al mes, otros dos y unos cuantos cinco. Mi padre nos decía, por ejemplo: «A este montón le pones un 1 (o un 2 o un 5) en el espacio señalado por puntos»
     De aquellos primeros años de mi padre en la junta de gobierno recuerdo que algunas noches, en las cercanías de la Semana Santa, llegaba a casa bastante tarde. Una de esas veces nos dijo: «Esta noche llegaré tarde, porque hay que poner el palio, es algo muy difícil». Yo le pregunté qué era un palio.
     Recuerdo también que mi padre empezó a ir a los pregones de Semana Santa. El primero del que yo tenga constancia que fue, con mi madre, fue el del padre Cué, en 1965, y fue también al de 1966, pronunciado por Antonio Guzmán Reina –alcalde de Córdoba, amigo de mi padre desde sus años de Acción Católica en San Pedro y, durante un tiempo, directivo de la Misericordia−; también asistió al de José María Cirarda, a la sazón obispo auxiliar de Sevilla con residencia en Jerez (que todavía no tenía Obispado propio).
Esclavina
Mis recuerdos como cofrade de los años comprendidos entre 1965 y 1967 son escasos y difusos. En 1964 llevé, como queda dicho, la borla del estandarte de Cristo, y un año después me adjudicaron la naveta del incienso que acompañaba a los acólitos del paso de Cristo. Por aquellos años los turiferarios iban como ahora, con dalmática y a cara descubierta, pero eran «profesionales», es decir, gente ajena a la Hermandad a la que ésta le pagaba una remuneración por su servicio. No sé si fue este año, pero creo estar seguro de que sí, cuando al llegar a las Tendillas miré el reloj y vi que eran las dos y veinte de la madrugada: y todavía quedaba gran parte de la carrera oficial, porque ésta era larguísima, como acabo de anotar.
     En 1965 la carrera oficial pasó a comenzar en donde aún lo hace, en la esquina de Claudio Marcelo con Capitulares por un lado y Diario de Córdoba por el otro. Nuestra Hermandad subía por la Corredera y la Espartería; salíamos de San Pedro a las once y media de la noche, y los cofrades de la Misericordia contábamos de antemano con que en la Corredera nos esperaba ineludiblemente una parada de unos tres cuartos de hora, motivada fundamentalmente por la incorporación al desfile de la cofradía de la Paz y Esperanza. La «Paloma de Capuchinos» nos precedía en carrera oficial, y en la entrada a ésta se incorporaba una representación del Ministerio del Ejército, presidida por una autoridad militar y acompañada de una compañía de soldados que desfilaba ante el paso de la Virgen. Era tan exasperante esa espera pocos minutos después de haber salido de San Pedro que, según supe mucho tiempo después, consultando prensa de la época, hubo dos años −1967 y 1968− en que la Misericordia cedió el último lugar de la jornada a la Hermandad de Capuchinos, en una concesión que afortunadamente no se repitió.
Portada de la revista Patio Cordobés dedicada a la Semana Santa de 1966
     En uno de esos años, aunque no puedo precisar en cuál, experimenté una sensación curiosa al bajar la Espartería: al menos en mi memoria lo que hay es, en las inmediaciones del Arco Alto, una nube de humo que no procedía del incienso que se quemaba delante del paso, sino de la perola donde alguien –muchos años después supe que se llamaba Carmen− estaba friendo churros con los que calentar las bocas y los estómagos de quienes veían la procesión a esas altísimas horas: si estábamos en las Tendillas, a la ida, pasadas las dos de la madrugada, como muy pronto debían de ser las cinco.
     Ya de mayor he leído muchas veces el valiosísimo libro de Semana Santa. Teoría y realidad, de Núñez de Herrera, y en él se hace alusión a una situación parecida: le confusión del olor del incienso, en una iglesia, con la del aceite de calamares fritos en una taberna cercana. Puedo decir que entonces, antes de cumplir los diez años, se alojó en mi pituitaria esa hermosa sensación.
     En 1965 y 1966 salí con una canastilla, lo que para mí era una especie de ascenso. Lamentablemente no recuerdo nada especial de las procesiones de la Misericordia en aquellos dos años.

El paso del Cristo de la Misericordia en las Tendillas, en 1966. Obsérvense los rótulos luminosos.
     De 1966 guardo sólo una estampa procedente de otras cofradías. El Domingo de Ramos, mis padres y hermanos fuimos a visitar a mis abuelos maternos (Antonio Pineda y Ángela Fernández), que vivían en el número 1 de la calle Mateo Inurria, muy cerca de la cuesta del Bailío. Debían de ir con nosotros mi abuela paterna, Encarnación Lucena, y mis dos tías paternas, Encarnación y Rosario, de las que ya he hablado.
     Cuando se acercó la procesión de la Hermandad de la Esperanza, recuerdo –esta vez sí, perfectamente− que el manto de la preciosa «Gitana» de Martínez Cerrillo estaba completamente liso, en su terciopelo verde aún virginal, sin una sola puntada de hilo de oro. Al verlo, mi abuela Encarnación dijo «…y el manto, liso».
Más esclavina
En 1967 volví a ver la Esperanza, pero iba sólo con mi padre y mis hermanos Paco y Manolo (seguramente mi madre se quedaría en casa con Ángel, el pequeño). La vimos en la calle Alfaros, a escasa distancia de la confluencia con Alfonso XIII. Quiero apuntar, aunque no tenga que ver con estas notas, que esa zona de la calle Alfaros, por la que pasaba con cierta frecuencia con mi tía Francisca Pineda, tenía para mí por aquellos años la connotación de dos olores que me encantaban: el de un horno de pan y el de una carpintería que había por allí; y asocio a estos olores la oscuridad de un despacho de carbón situado unos metros más atrás.
El paso de palio en la calle Claudio Marcelo, el Miércoles Santo de 1967.
     Pues bien, en el sitio que acabo de evocar vi ese año la procesión de la Esperanza. El cortejo era peculiarísmo: abría como es natural la cruz de guía, pero detrás de ella no iba ni un solo nazareno, sino que todo el tramo previo al paso del Señor de las Penas –el recordado paso de los guadamecíes de Martínez Cerrillo− iba cubierto por una formación de romanos. Aún veo en mi memoria el lábaro que decía: «Hermandad del Imperio Romano. Cabra».
     Detrás del paso de Cristo iba ya el cortejo de nazarenos con su túnica blanca y su capirote verde, y cerraba la cofradía, como es natural, el paso de palio de la Esperanza, en el que ya se podía ver la primera fase de los bordados que estaban confeccionando las adoratrices. Escoltaban el paso, como es natural, agentes de la Guardia Civil con uniforme de gala.
     Como nazareno de cirio iba un compañero y amigo mío del Instituto. Yo hacía ya primero de Bachillerato −¿alguien recuerda el «Plan de 1957»?−, y en los recreos hablaba con mis compañeros de lo que me más gustaba: el fútbol y la Semana Santa. Este compañero, que se llamaba Salvador Llamas Luque, me dijo que salía en la Esperanza, y cuando yo estaba con mi padre viendo la procesión noté que un nazareno me saludaba y me decía algo a modo de saludo. Sin duda alguna era él, y me dio envidia que, siendo más o menos de la misma estatura y complexión que yo, que a la sazón por cierto era un poco bajo y estaba muy delgado, a él le permitían salir de nazareno con capirote y a mí no.
     Cuando llegamos al instituto tras el final de las vacaciones, nuestra profesora de Lengua Española, la inolvidable doña Luisa Revuelta, nos pidió que escribiéramos un ejercicio de redacción hablando de la procesión que más nos hubiera gustado. Yo, naturalmente, escribí que había sido la de la Esperanza, detallando todo lo que pude lo que recordaba de la misma. Pero cuando la profesora le pidió a Llamas que leyera su redacción, escuché con estupor que la Hermandad que más le había gustado a mi amigo había sido la del Señor la Caridad. Al acabar la clase le mostré mi disgusto y él me pidió disculpas por no haber puesto la Misericordia.
     El Domingo de Ramos de uno de esos años, aunque no recuerdo exactamente de cuál, vi en la plaza del Corazón de María la procesión del Rescatado. Fue el año en que la Virgen de la Amargura reanudó su presencia en el cortejo de esta Hermandad, y estrenaba el nuevo palio, con varales recubiertos de guadamecíes de Martínez Cerrillo y techo y bambalinas del mismo material y autor. A mis padres no les gustó, y comentaron la rigidez y poca gracia de esas bambalinas, acrecentadas por el hecho de que el paso andaba sobre ruedas.
El seguro
A finales de 1967 −exactamente desde poco antes de las vacaciones de Navidad− estuve en cama, con pulmonía; la enfermedad me duró más de una semana. Fue uno de esos días cuando, ya de noche, llegó mi padre de la Hermandad con unos papeles, se acercó al cuarto donde yo estaba acostado y allí, delante de mi madre y mi hermano Paco, nos leyó con detalle la descripción completa de los dos pasos tal y como entonces salían en Semana Santa. Después nos dijo que el de Cristo, completo, estaba valorado en medio millón de pesetas, mientras que el de Nuestra Señora de las Lágrimas tenía un valor de millón y medio de pesetas.
     No es que ese fuera el valor real de los pasos. Mi padre me lo explicó: lo que me había leído era, en realidad, parte de la póliza del seguro que cubría los pasos ante cualquier eventualidad, y seguramente su valor real sería superior a esas cantidades.

     Por aquel tiempo era tesorero de la Hermandad el cofrade José Ávila Varo, que pese a su segundo apellido no era pariente nuestro. Trabajaba ese hermano en la compañía de seguros Mapfre, con la que la cofradía había suscrito la mencionada póliza. Mientras Ávila tuvo algún cargo en la Hermandad, recordaba de vez en cuando la necesidad de actualizar la póliza y los valores en ella declarados.
     De ese mismo año data un cuadro –un paisaje– que mis padres compraron en una exposición que se celebró en el convento de Capuchinos, y que mientras la casa de mis padres estuvo abierta permaneció en el salón. Después pasó al domicilio de uno de mis hermanos. La exposición tenía como motivo recabar fondos para los estudios en el Seminario Seráfico de los Capuchinos de Antequera de un joven cordobés, sobrino político del citado José Ávila Varo. El joven cordobés se llamaba y se llama Ricardo del Olmo López, y es más conocido, en los ambientes cofrades, con el nombre de Fray Ricardo de Córdoba.

martes, 25 de marzo de 2014

En la tele de 1964

Mi segundo recuerdo preciso de la Semana Santa va asociado a otra foto; en realidad son dos, muy parecidas. Son fotos en blanco y negro hechas curiosamente a un aparato de televisión, lógicamente también en blanco y negro.
     Fue en 1964 (ya he dicho que en Semana Santa de 1963 no salió mi Hermandad). Mi padre se había comprado su primer televisor unos meses antes. Lo adquirió a plazos, claro. Era un aparato de 19 pulgadas de marca Iberia, el último modelo de esa marca española que llegó a ser casi rival de la entonces todopoderosa Philips.
     Un día, supongo que poco antes de Semana Santa, llegó mi padre a casa anunciando a bombo y platillo que iban a televisar en directo «las procesiones del Jueves y el Viernes Santo de Córdoba». Yo me sentí frustrado, pues aunque presumiblemente no iba a poder ver la procesión, ya que iría formando parte de ella −el vídeo no existía ni en la imaginación más calenturienta− me hacía ilusión que mi Hermandad apareciera en el mágico mundo de la televisión.
     Un día más tarde, mi padre llegó a casa anunciando que iban a televisar en directo «las procesiones del Miércoles, el Jueves y el Viernes Santo de Córdoba». No sé a qué se pudo deber esa ampliación de las retransmisiones pero, como el lector se puede suponer, mis hermanos y yo nos pusimos contentísimos.
     La Semana Santa se acercaba y, como mi hermano y yo teníamos que ir todos los días al colegio La Milagrosa, que estaba y está en la calle Gondomar, veíamos al ajetreo propio en el centro de la ciudad.
     Las retransmisiones se harían desde el Ayuntamiento, o más exactamente desde la calle Calvo Sotelo (hoy Capitulares), y allí se pusieron las cámaras, los focos y las plataformas elevadas para que los equipos técnicos pudieran hacer su trabajo. No hay que decir que en aquel tiempo la tecnología estaba mucho menos avanzada que hoy y por tanto los aparatos –cámaras, focos, etc.− eran de dimensiones muchísimo más grandes que en la actualidad. Las cámaras eran enormes, y recuerdo que mostraban la marca Pye, una marca que también fabricaba televisores que se anunciaban… en la propia «tele». Pero a mí lo que más me llamó la atención era el diámetro exageradamente grueso de los cables, las «mangueras» creo que se llaman, que comunicaban unos aparatos con otros y todos con la red eléctrica.
     Llegó el Domingo de Ramos. Como era habitual entonces, fuimos al Campo de la Verdad, a ver la procesión del Cristo del Amor al tiempo que visitábamos a mi tío Manuel Pineda Fernández, hermano de mi madre, que vivía en la calle Utrera con su esposa e hijos. Una vez allí, nos dirigimos todos a una casa de la antigua Carretera de Castro, y desde uno de los balcones vimos pasar la procesión. La encabezaban los batidores a caballo de la Policía Municipal –la denominación «Policía Local» es muy posterior−; eran cinco jinetes, uno delante y cuatro en paralelo detrás. Todos los caballos eran de color oscuro menos uno, de color blanco o al menos gris, que estaba en la segunda fila. La suegra de mi tío, Teresa Villarreal, dijo: «¿Y no podían haber puesto en blanco en cabeza?».
     A esa casa, a cuyos propietarios yo no conocía de nada, habíamos ido –lo supe mucho después, naturalmente− a que mi padre le pidiera un favor a su propietario. El favor era que le hiciera unas fotos a la televisión cuando pasara nuestra procesión, sobre todo si aparecíamos mi hermano y yo. Eran tiempos en que casi nadie tenía una cámara de fotos y mis padres querían tener constancia de ese momento, por si se nos veía en la pequeña pantalla.
En la «tele»
Llegó el Miércoles Santo. Mi hermano Paco y yo queríamos «dar la vuelta entera», expresión con la que manifestábamos nuestro deseo de cubrir en su integridad el recorrido de nuestra cofradía. Seguramente mi madre nos pondría para cenar una tortilla de jamón, porque durante unos años la cena del Miércoles Santo era una tortilla de jamón, la única, por cierto, que nos era dado saborear en todo el año durante nuestra infancia.
     Cuando, ya en San Pedro, se empezó a formar la procesión, nos pusieron a los dos como escoltas del estandarte de Cristo, haciendo ademán de sostener las borlas que rematan los cordones del mismo; pero cuando el nazareno que lo llevaba izaba la insignia, nuestra corta estatura nos impedía alcanzar la citada borla, por lo que íbamos prácticamente de adorno. Mi padre, como era natural, llevaba su campanilla en el tramo que nosotros cerrábamos, el comprendido entre el escudo de armas y el estandarte de Cristo.
     Salimos a las once y media de la noche, y no sé a qué hora llegamos a carrera oficial. La entrada a la misma estaba en la confluencia de la calle San Pablo con Calvo Sotelo, por lo que la Misericordia, para llegar allí, tuvo que dar un grandísimo rodeo saliendo por Alfonso XII, Ronda de Andújar, Arroyo de San Lorenzo, Santa María de Gracia, Realejo (entonces General Varela), y San Pablo.
     Al girar a la izquierda me aturdió la potentísima luz de los focos encendidos. Cuando se me pasó un poco el deslumbramiento, miré descaradamente las cámaras al pasar cerca de ellas. Luego seguí mi camino. Mi hermano y yo conseguimos hacer el recorrido completo, y eso que la carrera oficial llegaba entonces hasta la esquina de Gran Capitán con la avenida del Generalísimo (hoy Ronda de los Tejares); para regresar volvíamos a las Tendillas, bajando Claudio Marcelo hacia la Espartería y, desde allí a San Pedro por el Socorro, la Almagra y la calle del Poyo.
     No sé a qué hora llegó la procesión a la parroquia, pero seguramente no antes de las cuatro o las cinco de la madrugada. Sí sé que cuando llegamos a casa, mi madre, que por supuesto ya estaba en la cama, se despertó y dijo algo parecido a «¡Lo más bonito que ha salido en la televisión!». Fue, naturalmente, mi primera aparición en la pequeña pantalla. Y pocos días después mi padre, seguramente después de hablar con el señor Arcas, que así se llamaba el propietario de la cámara de fotos, llevó a casa las dos fotografías que aún conservo y que me han permitido conservar a buen recaudo la memoria de aquel día.
     Recuerdo algo más de aquella Semana Santa, pero es un recuerdo hermosamente difuminado. Diré, pues, que era el Viernes Santo por la noche. La carrera oficial había bajado hasta las inmediaciones de la Catedral y la procesión de la Virgen de los Dolores estaba ya de vuelta camino de San Jacinto. La hora era muy tardía, tanto que mi padre había decidido ya que volviéramos a casa. Vivíamos, como ya he dicho, en el número 1 de la calle Antonio del Castillo, y nos encontrábamos en la calle de la Feria, casi enfrente del Compás de San Francisco; estábamos a punto de entrar en la Medina por el Arco del Portillo cuando una mujer, que hoy me parecería salida de un cuadro de Julio Romero de Torres y que estaba allí, junto a nosotros, se puso a cantar una saeta ante la «Señora de Córdoba». Vestía –o eso me pareció a mí entonces y me sigue pareciendo ahora− una bata de cola, o al menos un vestido de gitana muy ajustado, de raso de color granate; llevaba el pelo negro como el azabache recogido en un apretado moño y tenía, naturalmente, puesta la mirada en la Virgen de los Dolores. No recuerdo el detalle de la letra que cantó, pero sí que incluía las palabras «Santísima Virgen de los Dolores» y que las cantó con una voz que hoy describiría como profunda y aterciopelada.

     Por cierto, en la casa de vecinos de la calle Antonio del Castillo donde vivían mis padres, residía también una familia conocida por la mía, ya que el padre, don José González, era compañero de mi abuelo, practicante como él en el Hospital de Agudos, situado donde hoy se halla la Facultad de Filosofía y Letras. Pues bien, el hijo mayor de esa familia, José Luis, salía de nazareno en la Hermandad de los Dolores. Andando el tiempo, lo he vuelto a saludar en alguna ocasión como cofrade de Jesús Nazareno; su hermano Juan González, que nació con pocos días de diferencia con mi hermano Ángel, llegó a ser hermano mayor de la Hermandad del Cristo de Gracia y secretario de la Agrupación de cofradías. No fueron, como se verá, mis únicos vecinos cofrades en los años de mi infancia.
(Continuará)