jueves, 8 de mayo de 2014

De campanilla

De campanilla
En 1972 volví a sacar mi papeleta de sitio de cirio. Todo estaba preparado y no además no llovió. Pero las cosas ocurrieron otra vez de una forma distinta a la inicialmente prevista. Mi padre contrajo una inoportuna gripe al comienzo de la Semana Santa, que lo mantuvo en cama siete días pero que no nos impidió a mis hermanos y a mí ver las procesiones: mi madre nos iba dando dinero para ocupar sillas en carrera oficial y, así, el Lunes Santo pudimos ver la primera procesión de la nueva Hermandad del Via Crucis, que tanto nos habían ponderado desde la prensa local como «la cofradía del Vaticano II» o poco menos. A mí me llamó la atención sobre todo, más que el hecho de que el titular fuera llevado a hombros de tres de sus hermanos, el estridente sonido de la megafonía portátil desde la que el párroco de la Trinidad, don Antonio Gómez Aguilar, iba rezando y predicando las catorce estaciones. Mi hermano Paco dijo que le parecía muy «folklórico» todo aquello.
     El Miércoles Santo a mediodía mi padre seguía en la cama y no tenía visos de mejorar para la tarde. A la hora del almuerzo recibimos una llamada telefónica de José Fernández Pedrosa, a la sazón secretario de la Hermandad. Él le preguntó a mi padre si tenía inconveniente en que «tus dos mayores», es decir, mi hermano Paco y yo, saliéramos con campanilla en lugar de con cirio. Al parecer, a última hora se habían caído dos de los nazarenos inscritos para esa función, y como el puesto era entonces importante, necesitaban para cubrir las ausencias a dos personas formales, y por lo visto tanto mi hermano Paco como yo lo éramos. Mi padre accedió, naturalmente, y tanto mi hermano como yo dimos saltos de alegría al comprobar que habíamos ascendido un grado más en lo que considerábamos el escalafón cofrade, sin necesidad de pasar por el puesto de soldado raso, es decir, de nazareno de luz.
     Y dicho y hecho. Nos vestimos de nazarenos en casa, y cuando todos estuvimos preparados mi madre le dio dinero a Paco para que fuéramos a San Pedro en taxi (y volviéramos de la misma forma). Ya no vivíamos en la plaza de la Magdalena, sino en Ciudad Jardín, en la calle Siete de Mayo, y el trayecto era mucho más prolongado. Por cierto, cuando salimos de casa, ya vestidos de blanco con la faja morada, vi llorar a mi madre, que permanecía en la cama. Fue la primera vez en mi vida que lo vi llorar.
     Una vez en la iglesia, los responsables de organizar la procesión, −especialmente Pedro Doña y Francisco Palomino, pero también José Fernández− nos explicaron a mi hermano y a mí cómo se cumplía la misión de tocar la campanilla. Todas las cofradías menos las de silencio las llevaban, y yo sabía desde mis primeros años que su toque servía para ordenar a los nazarenos detenerse o avanzar, y sabía también, porque lo había visto, que en cada sector había, además de un diputado (que llevaba capa) un nazareno con campanilla (que no la llevaba). Nos dijeron que la campanilla que mandaba, es decir, la que tocaba en primer lugar, era la que iba inmediatamente delante del paso de Cristo, y después lo hacían las demás como una onda, es decir, hacia adelante las del tramo de Cristo y hacia atrás las de Virgen. Por lo visto, había un total de siete campanillas: tres en cada tramo y la directora junto al primer paso. Mi hermano y yo íbamos a ir en el tramo de Cristo, de modo que sólo deberíamos tocar cuando lo hiciera la campanilla que viniera detrás; nos insistieron, además, en que tuviéramos mucho cuidado sobre todo en las Tendillas, porque a la hora en que nosotros estábamos, de ida, en la citada plaza, pasaba de vuelta, para girar a Diego de León y Alfonso XIII, la cofradía del Calvario, que también regía sus movimientos por el sistema de campanillas y podía hacerlas sonar provocando una confusión indeseada a nuestra Hermandad. Y fue precisamente lo que ocurrió: cuando llegamos a las Tendillas, el Señor de San Lorenzo −en su antiguo y modestísimo paso de madera lisa− se disponía a dar el giro de acceso a Diego de León, en la que era, por cierto, la primera vez que yo lo veía en la calle; alguno de sus nazarenos hizo sonar la campanilla, y mi hermano Paco se confundió e hizo sonar la suya, provocando involuntariamente una parada imprevista a nuestra comitiva. Por lo demás, la experiencia fue positiva y en años sucesivos seguimos saliendo de campanilla tanto él como yo, aunque pronto volvimos a ascender ya que nos pusieron de diputados de tramo (con capa).
Sillas
El Jueves Santo mi padre seguía enfermo, pero tampoco esa vez nos dejó sin ver las procesiones. Volvió a darle dinero a Paco y los cuatro, muy formalitos, nos fuimos a la calle Gondomar, donde nos sentamos en unas sillas, ya casi en la confluencia con Gran Capitán: el objetivo de la elección era que, una vez pasada la última procesión, no hubiera dificultad para volver a casa por la calle Concepción. También le dio dinero para «chuches», y de este modo pudimos ver las cuatro procesiones del Jueves Santo, como tanta gente, dando cuenta de pipas de girasol o alguna golosina.
     De ese Jueves Santo no recuerdo muchas cosas. Sí puedo anotar, porque es un dato que seguramente ignoren muchos lectores de hoy, que el Jueves Santo era el único día de la Semana Santa en el que todos los pasos, sin excepción, caminaban sobre ruedas, y aún quedaba un lustro para que alguno de ellos comenzara a tener costaleros. Había gente en la calle y las sillas estaban totalmente ocupadas, pero no era nada comparable a lo que se ve en la actualidad. Eso sí, había más… ¿respeto? Sí, le llamaremos respeto: no había tanto vocerío ni tanta indiferencia en los espectadores, y por ejemplo cuando pasó la Legión tras el Señor de la Caridad, todos los que estaban en las sillas, sin que nadie tuviera que decírselo, se levantaba reverentemente cuando pasaba el soldado que portaba la enseña nacional, operación que se repetía minutos más tarde cuando desfilaba el acompañamiento militar en la procesión de las Angustias.

     No sé si fue ese año o uno anterior, pero recuerdo a soldados romanos venidos desde Doña Mencía desfilando tras el paso de la Virgen de las Angustias, con su banda de cornetas y tambores.
Cofradías nuevas
Si en 1972 habíamos podido ver por primera vez a la Hermandad del Via Crucis, un año más tarde nos fue dado contemplar, también por primera vez, la de Jesús Nazareno. Yo había entrado una sola vez, siendo niño, con mi tía Francisca a la iglesia del hospital donde se veneraba esta imagen, pero nunca supe que había sido titular en tiempos pretéritos, y que durante la Guerra Civil hubo un efímero intento de refundación que no llegó a cuajar. Como tantas cosas, eso lo supe mucho después, cuando ya no era «feliz e indocumentado», en palabras afortunadas de Gabriel García Márquez.
     Vi a Jesús Nazareno desde una silla en la calle Claudio Marcelo, cerca del instituto. Llevaba un solo paso y éste avanzaba sobre ruedas. Su estampa silenciosa y el hábito de sus nazarenos llamaron mi atención y configuraron el único recuerdo que, a la postre, me quedó de la Semana Santa de 1973, una Semana Santa que iba creciendo, ya que el debilísimo Martes Santo de sólo dos cofradías empezaba a quedar atrás.
Martes Santo
Y hasta cuatro llegó a haber al año siguiente, porque en 1974 se incorporó otra cofradía de nueva fundación, la del Señor del Buen Suceso de la parroquia de San Andrés. Yo sabía de su creación porque leí algo en el periódico local, y hasta la vi salir de su templo en esa primera ocasión. Me sorprendió el curioso hábito de sus nazarenos, que vestían túnica roja y capirote y faja de raso azul oscuro. Perdónese la irreverencia, pero al verlos lo primero que pensé fue en la indumentaria del F.C. Barcelona, que aquella temporada, por cierto, arrasaba en la Liga con la presencia del recién llegado Johann Cruyff. El titular, del que ya he dicho que procedía de la Magdalena y que quizá fuera el Nazareno que asustó a mi hermano Manolo en la abandonada iglesia, iba sobre su paso con una Dolorosa, que posteriormente pasaría al paso de palio, y una imagen de San Juan, procedente de la Hermandad de la Paz y Esperanza, cuyo paso de segunda mano fue el empleado por la nueva cofradía de San Andrés. Años después, el que ha sido muchos años hermano mayor de la «Paloma de Capuchinos», Manuel Quirós, me dijo que el precio del paso, San Juan incluido, había sido de 35.000 pesetas (poco más de 210 euros en moneda actual, aunque sea imposible establecer una correlación mínimamente rigurosa entre el valor de ambas cantidades).
     Pude ver esa procesión salir de San Andrés poco antes de dirigirme para asistir por primera vez a la que entonces, y durante mucho tiempo, se llamó «reunión del Martes Santo».
     Fue en la casa de la calle Carlos Rubio a que acabo de aludir. A la reunión se convocaba a la junta de gobierno en pleno, por supuesto, pero también a quienes –perteneciendo o no al órgano rector− iban a llevar alguna responsabilidad en la procesión o en su organización inmediata, por ejemplo a los diputados de tramo o a los portadores de campanillas, y este último era mi caso.
     En esa reunión, que sólo a mediados de los años ochenta empezó a celebrarse antes de Semana Santa, se repartían responsabilidades como abrir y cerrar las puertas del templo antes de la salida o después de la entrada, encender las candelerías, repartir los cirios y los atributos, prevenciones en caso de suspensión por lluvia y demás. Recuerdo con emoción aquellas reuniones: no estaba todo tan protocolizado y previsto como ahora, y el hecho mismo de hacerse el Martes Santo por la tarde ya habla de una buena dosis de improvisación: había problemas que, si surgían, no podían solventarse en menos de veinticuatro horas. Además, siempre quedaban cabos sueltos que, en el momento de la verdad, alguien solucionaba de la mejor manera posible sin encomendarse a Dios ni al diablo, y nadie le pedía cuentas después. Y nunca pasaba nada que no tuviera remedio.