De campanilla
En 1972 volví a sacar mi papeleta de sitio de cirio. Todo
estaba preparado y no además no llovió. Pero las cosas ocurrieron otra vez de una
forma distinta a la inicialmente prevista. Mi padre contrajo una inoportuna
gripe al comienzo de la Semana Santa, que lo mantuvo en cama siete días pero
que no nos impidió a mis hermanos y a mí ver las procesiones: mi madre nos iba
dando dinero para ocupar sillas en carrera oficial y, así, el Lunes Santo
pudimos ver la primera procesión de la nueva Hermandad del Via Crucis, que
tanto nos habían ponderado desde la prensa local como «la
cofradía del Vaticano II» o poco menos. A mí me llamó la atención sobre
todo, más que el hecho de que el titular fuera llevado a hombros de tres de sus
hermanos, el estridente sonido de la megafonía portátil desde la que el párroco
de la Trinidad, don Antonio Gómez Aguilar, iba rezando y predicando las catorce
estaciones. Mi hermano Paco dijo que le parecía muy «folklórico»
todo aquello.
El Miércoles Santo
a mediodía mi padre seguía en la cama y no tenía visos de mejorar para la
tarde. A la hora del almuerzo recibimos una llamada telefónica de José
Fernández Pedrosa, a la sazón secretario de la Hermandad. Él le preguntó a mi
padre si tenía inconveniente en que «tus dos mayores», es
decir, mi hermano Paco y yo, saliéramos con campanilla en lugar de con cirio.
Al parecer, a última hora se habían caído
dos de los nazarenos inscritos para esa función, y como el puesto era entonces
importante, necesitaban para cubrir las ausencias a dos personas formales, y
por lo visto tanto mi hermano Paco como yo lo éramos. Mi padre accedió, naturalmente,
y tanto mi hermano como yo dimos saltos de alegría al comprobar que habíamos ascendido un grado más en lo que
considerábamos el escalafón cofrade,
sin necesidad de pasar por el puesto de soldado
raso, es decir, de nazareno de luz.
Y dicho y hecho. Nos
vestimos de nazarenos en casa, y cuando todos estuvimos preparados mi madre le
dio dinero a Paco para que fuéramos a San Pedro en taxi (y volviéramos de la
misma forma). Ya no vivíamos en la plaza de la Magdalena, sino en Ciudad
Jardín, en la calle Siete de Mayo, y el trayecto era mucho más prolongado. Por
cierto, cuando salimos de casa, ya vestidos de blanco con la faja morada, vi
llorar a mi madre, que permanecía en la cama. Fue la primera vez en mi vida que
lo vi llorar.
Una vez en la
iglesia, los responsables de organizar la procesión, −especialmente Pedro Doña
y Francisco Palomino, pero también José Fernández− nos explicaron a mi hermano
y a mí cómo se cumplía la misión de tocar la campanilla. Todas las cofradías
menos las de silencio las llevaban, y yo sabía desde mis primeros años que su
toque servía para ordenar a los nazarenos detenerse o avanzar, y sabía también,
porque lo había visto, que en cada sector había, además de un diputado (que
llevaba capa) un nazareno con campanilla (que no la llevaba). Nos dijeron que
la campanilla que mandaba, es decir,
la que tocaba en primer lugar, era la que iba inmediatamente delante del paso
de Cristo, y después lo hacían las demás como una onda, es decir, hacia
adelante las del tramo de Cristo y hacia atrás las de Virgen. Por lo visto, había
un total de siete campanillas: tres en cada tramo y la directora junto al primer paso. Mi hermano y yo íbamos a ir en el
tramo de Cristo, de modo que sólo deberíamos tocar cuando lo hiciera la
campanilla que viniera detrás; nos insistieron, además, en que tuviéramos mucho
cuidado sobre todo en las Tendillas, porque a la hora en que nosotros
estábamos, de ida, en la citada plaza, pasaba de vuelta, para girar a Diego de
León y Alfonso XIII, la cofradía del Calvario, que también regía sus
movimientos por el sistema de campanillas y podía hacerlas sonar provocando una
confusión indeseada a nuestra Hermandad. Y fue precisamente lo que ocurrió:
cuando llegamos a las Tendillas, el Señor de San Lorenzo −en su antiguo y
modestísimo paso de madera lisa− se disponía a dar el giro de acceso a Diego de
León, en la que era, por cierto, la primera vez que yo lo veía en la calle;
alguno de sus nazarenos hizo sonar la campanilla, y mi hermano Paco se
confundió e hizo sonar la suya, provocando involuntariamente una parada
imprevista a nuestra comitiva. Por lo demás, la experiencia fue positiva y en
años sucesivos seguimos saliendo de campanilla tanto él como yo, aunque pronto
volvimos a ascender ya que nos
pusieron de diputados de tramo (con capa).
Sillas
El Jueves Santo mi padre seguía enfermo, pero tampoco esa
vez nos dejó sin ver las procesiones. Volvió a darle dinero a Paco y los
cuatro, muy formalitos, nos fuimos a la calle Gondomar, donde nos sentamos en
unas sillas, ya casi en la confluencia con Gran Capitán: el objetivo de la elección
era que, una vez pasada la última procesión, no hubiera dificultad para volver
a casa por la calle Concepción. También le dio dinero para «chuches», y de este modo pudimos ver las cuatro procesiones del
Jueves Santo, como tanta gente, dando cuenta de pipas de girasol o alguna golosina.
De ese Jueves
Santo no recuerdo muchas cosas. Sí puedo anotar, porque es un dato que seguramente
ignoren muchos lectores de hoy, que el Jueves Santo era el único día de la
Semana Santa en el que todos los pasos, sin excepción, caminaban sobre ruedas,
y aún quedaba un lustro para que alguno de ellos comenzara a tener costaleros.
Había gente en la calle y las sillas estaban totalmente ocupadas, pero no era
nada comparable a lo que se ve en la actualidad. Eso sí, había más… ¿respeto?
Sí, le llamaremos respeto: no había tanto vocerío ni tanta indiferencia en los
espectadores, y por ejemplo cuando pasó la Legión tras el Señor de la Caridad,
todos los que estaban en las sillas, sin que nadie tuviera que decírselo, se
levantaba reverentemente cuando pasaba el soldado que portaba la enseña
nacional, operación que se repetía minutos más tarde cuando desfilaba el
acompañamiento militar en la procesión de las Angustias.
No sé si fue ese
año o uno anterior, pero recuerdo a soldados romanos venidos desde Doña Mencía
desfilando tras el paso de la Virgen de las Angustias, con su banda de cornetas
y tambores.
Cofradías nuevas
Si en 1972 habíamos podido ver por primera vez a la Hermandad
del Via Crucis, un año más tarde nos fue dado contemplar, también por primera
vez, la de Jesús Nazareno. Yo había entrado una sola vez, siendo niño, con mi
tía Francisca a la iglesia del hospital donde se veneraba esta imagen, pero
nunca supe que había sido titular en tiempos pretéritos, y que durante la
Guerra Civil hubo un efímero intento de refundación que no llegó a cuajar. Como
tantas cosas, eso lo supe mucho después, cuando ya no era «feliz e
indocumentado», en palabras afortunadas de Gabriel García Márquez.
Vi a Jesús
Nazareno desde una silla en la calle Claudio Marcelo, cerca del instituto.
Llevaba un solo paso y éste avanzaba sobre ruedas. Su estampa silenciosa y el
hábito de sus nazarenos llamaron mi atención y configuraron el único recuerdo
que, a la postre, me quedó de la Semana Santa de 1973, una Semana Santa que iba
creciendo, ya que el debilísimo Martes Santo de sólo dos cofradías empezaba a
quedar atrás.
Martes Santo
Y hasta cuatro llegó a haber al año siguiente, porque en
1974 se incorporó otra cofradía de nueva fundación, la del Señor del Buen
Suceso de la parroquia de San Andrés. Yo sabía de su creación porque leí algo
en el periódico local, y hasta la vi salir de su templo en esa primera ocasión.
Me sorprendió el curioso hábito de sus nazarenos, que vestían túnica roja y
capirote y faja de raso azul oscuro. Perdónese la irreverencia, pero al verlos
lo primero que pensé fue en la indumentaria del F.C. Barcelona, que aquella
temporada, por cierto, arrasaba en la Liga con la presencia del recién llegado
Johann Cruyff. El titular, del que ya he dicho que procedía de la Magdalena y
que quizá fuera el Nazareno que asustó a mi hermano Manolo en la abandonada
iglesia, iba sobre su paso con una Dolorosa, que posteriormente pasaría al paso
de palio, y una imagen de San Juan, procedente de la Hermandad de la Paz y Esperanza,
cuyo paso de segunda mano fue el empleado por la nueva cofradía de San Andrés.
Años después, el que ha sido muchos años hermano mayor de la «Paloma
de Capuchinos», Manuel Quirós, me dijo que el precio del paso, San Juan
incluido, había sido de 35.000 pesetas (poco más de 210 euros en moneda actual,
aunque sea imposible establecer una correlación mínimamente rigurosa entre el
valor de ambas cantidades).
Pude ver esa
procesión salir de San Andrés poco antes de dirigirme para asistir por primera
vez a la que entonces, y durante mucho tiempo, se llamó «reunión
del Martes Santo».
Fue en la casa de
la calle Carlos Rubio a que acabo de aludir. A la reunión se convocaba a la junta
de gobierno en pleno, por supuesto, pero también a quienes –perteneciendo o no
al órgano rector− iban a llevar alguna responsabilidad en la procesión o en su
organización inmediata, por ejemplo a los diputados de tramo o a los portadores
de campanillas, y este último era mi caso.
En esa reunión,
que sólo a mediados de los años ochenta empezó a celebrarse antes de Semana
Santa, se repartían responsabilidades como abrir y cerrar las puertas del
templo antes de la salida o después de la entrada, encender las candelerías,
repartir los cirios y los atributos, prevenciones en caso de suspensión por
lluvia y demás. Recuerdo con emoción aquellas reuniones: no estaba todo tan
protocolizado y previsto como ahora, y el hecho mismo de hacerse el Martes
Santo por la tarde ya habla de una buena dosis de improvisación: había
problemas que, si surgían, no podían solventarse en menos de veinticuatro horas.
Además, siempre quedaban cabos sueltos que, en el momento de la verdad, alguien
solucionaba de la mejor manera posible sin encomendarse a Dios ni al diablo, y
nadie le pedía cuentas después. Y nunca pasaba nada que no tuviera remedio.
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