domingo, 30 de marzo de 2014

Años con la esclavina

Debió de ser pasada la Semana Santa de 1964 cuando se produjo el relevo de Ángel Hernández García como hermano mayor de la Misericordia. Entró para sustituirlo el cofrade Rafael Osuna Cruz, hermano de uno de los primeros hermanos de la cofradía en la fundación de 1937 promovida por Francisco Melguizo. De Rafael Osuna recuerdo que era «todo un caballero» en el sentido más exacto que en aquellos años tenía esa expresión. El nuevo hermano mayor, que sin duda hizo una junta de gobierno de nueva factura en su casi totalidad –aunque mantuvo a Melguizo como secretario, cargo del que posteriormente dimitió−, nombró a mi padre vicetesorero, en lo que supuso la primera experiencia de mi progenitor en lo que entonces llamaba casi todo el mundo la «directiva» de la Hermandad.
     Yo no sabía por entonces, como es fácil imaginar, que la Misericordia, al igual que otras cofradías de Córdoba, se hallaba sumida en una dificilísima situación económica que mi padre, como vicetesorero, sin duda debía de conocer y de sufrir. Los primeros recuerdos que tengo de esa nueva situación son unos montones de fichas de cartón con los datos de los hermanos, que en la parte inferior contenían los cupones correspondientes a los meses que el cobrador se pasaba por los domicilios para cobrar la cuota correspondiente. Por cierto, la cuota no era igual para todos, y en base a criterios que nunca supe, unos pagaban una peseta al mes, otros dos y unos cuantos cinco. Mi padre nos decía, por ejemplo: «A este montón le pones un 1 (o un 2 o un 5) en el espacio señalado por puntos»
     De aquellos primeros años de mi padre en la junta de gobierno recuerdo que algunas noches, en las cercanías de la Semana Santa, llegaba a casa bastante tarde. Una de esas veces nos dijo: «Esta noche llegaré tarde, porque hay que poner el palio, es algo muy difícil». Yo le pregunté qué era un palio.
     Recuerdo también que mi padre empezó a ir a los pregones de Semana Santa. El primero del que yo tenga constancia que fue, con mi madre, fue el del padre Cué, en 1965, y fue también al de 1966, pronunciado por Antonio Guzmán Reina –alcalde de Córdoba, amigo de mi padre desde sus años de Acción Católica en San Pedro y, durante un tiempo, directivo de la Misericordia−; también asistió al de José María Cirarda, a la sazón obispo auxiliar de Sevilla con residencia en Jerez (que todavía no tenía Obispado propio).
Esclavina
Mis recuerdos como cofrade de los años comprendidos entre 1965 y 1967 son escasos y difusos. En 1964 llevé, como queda dicho, la borla del estandarte de Cristo, y un año después me adjudicaron la naveta del incienso que acompañaba a los acólitos del paso de Cristo. Por aquellos años los turiferarios iban como ahora, con dalmática y a cara descubierta, pero eran «profesionales», es decir, gente ajena a la Hermandad a la que ésta le pagaba una remuneración por su servicio. No sé si fue este año, pero creo estar seguro de que sí, cuando al llegar a las Tendillas miré el reloj y vi que eran las dos y veinte de la madrugada: y todavía quedaba gran parte de la carrera oficial, porque ésta era larguísima, como acabo de anotar.
     En 1965 la carrera oficial pasó a comenzar en donde aún lo hace, en la esquina de Claudio Marcelo con Capitulares por un lado y Diario de Córdoba por el otro. Nuestra Hermandad subía por la Corredera y la Espartería; salíamos de San Pedro a las once y media de la noche, y los cofrades de la Misericordia contábamos de antemano con que en la Corredera nos esperaba ineludiblemente una parada de unos tres cuartos de hora, motivada fundamentalmente por la incorporación al desfile de la cofradía de la Paz y Esperanza. La «Paloma de Capuchinos» nos precedía en carrera oficial, y en la entrada a ésta se incorporaba una representación del Ministerio del Ejército, presidida por una autoridad militar y acompañada de una compañía de soldados que desfilaba ante el paso de la Virgen. Era tan exasperante esa espera pocos minutos después de haber salido de San Pedro que, según supe mucho tiempo después, consultando prensa de la época, hubo dos años −1967 y 1968− en que la Misericordia cedió el último lugar de la jornada a la Hermandad de Capuchinos, en una concesión que afortunadamente no se repitió.
Portada de la revista Patio Cordobés dedicada a la Semana Santa de 1966
     En uno de esos años, aunque no puedo precisar en cuál, experimenté una sensación curiosa al bajar la Espartería: al menos en mi memoria lo que hay es, en las inmediaciones del Arco Alto, una nube de humo que no procedía del incienso que se quemaba delante del paso, sino de la perola donde alguien –muchos años después supe que se llamaba Carmen− estaba friendo churros con los que calentar las bocas y los estómagos de quienes veían la procesión a esas altísimas horas: si estábamos en las Tendillas, a la ida, pasadas las dos de la madrugada, como muy pronto debían de ser las cinco.
     Ya de mayor he leído muchas veces el valiosísimo libro de Semana Santa. Teoría y realidad, de Núñez de Herrera, y en él se hace alusión a una situación parecida: le confusión del olor del incienso, en una iglesia, con la del aceite de calamares fritos en una taberna cercana. Puedo decir que entonces, antes de cumplir los diez años, se alojó en mi pituitaria esa hermosa sensación.
     En 1965 y 1966 salí con una canastilla, lo que para mí era una especie de ascenso. Lamentablemente no recuerdo nada especial de las procesiones de la Misericordia en aquellos dos años.

El paso del Cristo de la Misericordia en las Tendillas, en 1966. Obsérvense los rótulos luminosos.
     De 1966 guardo sólo una estampa procedente de otras cofradías. El Domingo de Ramos, mis padres y hermanos fuimos a visitar a mis abuelos maternos (Antonio Pineda y Ángela Fernández), que vivían en el número 1 de la calle Mateo Inurria, muy cerca de la cuesta del Bailío. Debían de ir con nosotros mi abuela paterna, Encarnación Lucena, y mis dos tías paternas, Encarnación y Rosario, de las que ya he hablado.
     Cuando se acercó la procesión de la Hermandad de la Esperanza, recuerdo –esta vez sí, perfectamente− que el manto de la preciosa «Gitana» de Martínez Cerrillo estaba completamente liso, en su terciopelo verde aún virginal, sin una sola puntada de hilo de oro. Al verlo, mi abuela Encarnación dijo «…y el manto, liso».
Más esclavina
En 1967 volví a ver la Esperanza, pero iba sólo con mi padre y mis hermanos Paco y Manolo (seguramente mi madre se quedaría en casa con Ángel, el pequeño). La vimos en la calle Alfaros, a escasa distancia de la confluencia con Alfonso XIII. Quiero apuntar, aunque no tenga que ver con estas notas, que esa zona de la calle Alfaros, por la que pasaba con cierta frecuencia con mi tía Francisca Pineda, tenía para mí por aquellos años la connotación de dos olores que me encantaban: el de un horno de pan y el de una carpintería que había por allí; y asocio a estos olores la oscuridad de un despacho de carbón situado unos metros más atrás.
El paso de palio en la calle Claudio Marcelo, el Miércoles Santo de 1967.
     Pues bien, en el sitio que acabo de evocar vi ese año la procesión de la Esperanza. El cortejo era peculiarísmo: abría como es natural la cruz de guía, pero detrás de ella no iba ni un solo nazareno, sino que todo el tramo previo al paso del Señor de las Penas –el recordado paso de los guadamecíes de Martínez Cerrillo− iba cubierto por una formación de romanos. Aún veo en mi memoria el lábaro que decía: «Hermandad del Imperio Romano. Cabra».
     Detrás del paso de Cristo iba ya el cortejo de nazarenos con su túnica blanca y su capirote verde, y cerraba la cofradía, como es natural, el paso de palio de la Esperanza, en el que ya se podía ver la primera fase de los bordados que estaban confeccionando las adoratrices. Escoltaban el paso, como es natural, agentes de la Guardia Civil con uniforme de gala.
     Como nazareno de cirio iba un compañero y amigo mío del Instituto. Yo hacía ya primero de Bachillerato −¿alguien recuerda el «Plan de 1957»?−, y en los recreos hablaba con mis compañeros de lo que me más gustaba: el fútbol y la Semana Santa. Este compañero, que se llamaba Salvador Llamas Luque, me dijo que salía en la Esperanza, y cuando yo estaba con mi padre viendo la procesión noté que un nazareno me saludaba y me decía algo a modo de saludo. Sin duda alguna era él, y me dio envidia que, siendo más o menos de la misma estatura y complexión que yo, que a la sazón por cierto era un poco bajo y estaba muy delgado, a él le permitían salir de nazareno con capirote y a mí no.
     Cuando llegamos al instituto tras el final de las vacaciones, nuestra profesora de Lengua Española, la inolvidable doña Luisa Revuelta, nos pidió que escribiéramos un ejercicio de redacción hablando de la procesión que más nos hubiera gustado. Yo, naturalmente, escribí que había sido la de la Esperanza, detallando todo lo que pude lo que recordaba de la misma. Pero cuando la profesora le pidió a Llamas que leyera su redacción, escuché con estupor que la Hermandad que más le había gustado a mi amigo había sido la del Señor la Caridad. Al acabar la clase le mostré mi disgusto y él me pidió disculpas por no haber puesto la Misericordia.
     El Domingo de Ramos de uno de esos años, aunque no recuerdo exactamente de cuál, vi en la plaza del Corazón de María la procesión del Rescatado. Fue el año en que la Virgen de la Amargura reanudó su presencia en el cortejo de esta Hermandad, y estrenaba el nuevo palio, con varales recubiertos de guadamecíes de Martínez Cerrillo y techo y bambalinas del mismo material y autor. A mis padres no les gustó, y comentaron la rigidez y poca gracia de esas bambalinas, acrecentadas por el hecho de que el paso andaba sobre ruedas.
El seguro
A finales de 1967 −exactamente desde poco antes de las vacaciones de Navidad− estuve en cama, con pulmonía; la enfermedad me duró más de una semana. Fue uno de esos días cuando, ya de noche, llegó mi padre de la Hermandad con unos papeles, se acercó al cuarto donde yo estaba acostado y allí, delante de mi madre y mi hermano Paco, nos leyó con detalle la descripción completa de los dos pasos tal y como entonces salían en Semana Santa. Después nos dijo que el de Cristo, completo, estaba valorado en medio millón de pesetas, mientras que el de Nuestra Señora de las Lágrimas tenía un valor de millón y medio de pesetas.
     No es que ese fuera el valor real de los pasos. Mi padre me lo explicó: lo que me había leído era, en realidad, parte de la póliza del seguro que cubría los pasos ante cualquier eventualidad, y seguramente su valor real sería superior a esas cantidades.

     Por aquel tiempo era tesorero de la Hermandad el cofrade José Ávila Varo, que pese a su segundo apellido no era pariente nuestro. Trabajaba ese hermano en la compañía de seguros Mapfre, con la que la cofradía había suscrito la mencionada póliza. Mientras Ávila tuvo algún cargo en la Hermandad, recordaba de vez en cuando la necesidad de actualizar la póliza y los valores en ella declarados.
     De ese mismo año data un cuadro –un paisaje– que mis padres compraron en una exposición que se celebró en el convento de Capuchinos, y que mientras la casa de mis padres estuvo abierta permaneció en el salón. Después pasó al domicilio de uno de mis hermanos. La exposición tenía como motivo recabar fondos para los estudios en el Seminario Seráfico de los Capuchinos de Antequera de un joven cordobés, sobrino político del citado José Ávila Varo. El joven cordobés se llamaba y se llama Ricardo del Olmo López, y es más conocido, en los ambientes cofrades, con el nombre de Fray Ricardo de Córdoba.

martes, 25 de marzo de 2014

En la tele de 1964

Mi segundo recuerdo preciso de la Semana Santa va asociado a otra foto; en realidad son dos, muy parecidas. Son fotos en blanco y negro hechas curiosamente a un aparato de televisión, lógicamente también en blanco y negro.
     Fue en 1964 (ya he dicho que en Semana Santa de 1963 no salió mi Hermandad). Mi padre se había comprado su primer televisor unos meses antes. Lo adquirió a plazos, claro. Era un aparato de 19 pulgadas de marca Iberia, el último modelo de esa marca española que llegó a ser casi rival de la entonces todopoderosa Philips.
     Un día, supongo que poco antes de Semana Santa, llegó mi padre a casa anunciando a bombo y platillo que iban a televisar en directo «las procesiones del Jueves y el Viernes Santo de Córdoba». Yo me sentí frustrado, pues aunque presumiblemente no iba a poder ver la procesión, ya que iría formando parte de ella −el vídeo no existía ni en la imaginación más calenturienta− me hacía ilusión que mi Hermandad apareciera en el mágico mundo de la televisión.
     Un día más tarde, mi padre llegó a casa anunciando que iban a televisar en directo «las procesiones del Miércoles, el Jueves y el Viernes Santo de Córdoba». No sé a qué se pudo deber esa ampliación de las retransmisiones pero, como el lector se puede suponer, mis hermanos y yo nos pusimos contentísimos.
     La Semana Santa se acercaba y, como mi hermano y yo teníamos que ir todos los días al colegio La Milagrosa, que estaba y está en la calle Gondomar, veíamos al ajetreo propio en el centro de la ciudad.
     Las retransmisiones se harían desde el Ayuntamiento, o más exactamente desde la calle Calvo Sotelo (hoy Capitulares), y allí se pusieron las cámaras, los focos y las plataformas elevadas para que los equipos técnicos pudieran hacer su trabajo. No hay que decir que en aquel tiempo la tecnología estaba mucho menos avanzada que hoy y por tanto los aparatos –cámaras, focos, etc.− eran de dimensiones muchísimo más grandes que en la actualidad. Las cámaras eran enormes, y recuerdo que mostraban la marca Pye, una marca que también fabricaba televisores que se anunciaban… en la propia «tele». Pero a mí lo que más me llamó la atención era el diámetro exageradamente grueso de los cables, las «mangueras» creo que se llaman, que comunicaban unos aparatos con otros y todos con la red eléctrica.
     Llegó el Domingo de Ramos. Como era habitual entonces, fuimos al Campo de la Verdad, a ver la procesión del Cristo del Amor al tiempo que visitábamos a mi tío Manuel Pineda Fernández, hermano de mi madre, que vivía en la calle Utrera con su esposa e hijos. Una vez allí, nos dirigimos todos a una casa de la antigua Carretera de Castro, y desde uno de los balcones vimos pasar la procesión. La encabezaban los batidores a caballo de la Policía Municipal –la denominación «Policía Local» es muy posterior−; eran cinco jinetes, uno delante y cuatro en paralelo detrás. Todos los caballos eran de color oscuro menos uno, de color blanco o al menos gris, que estaba en la segunda fila. La suegra de mi tío, Teresa Villarreal, dijo: «¿Y no podían haber puesto en blanco en cabeza?».
     A esa casa, a cuyos propietarios yo no conocía de nada, habíamos ido –lo supe mucho después, naturalmente− a que mi padre le pidiera un favor a su propietario. El favor era que le hiciera unas fotos a la televisión cuando pasara nuestra procesión, sobre todo si aparecíamos mi hermano y yo. Eran tiempos en que casi nadie tenía una cámara de fotos y mis padres querían tener constancia de ese momento, por si se nos veía en la pequeña pantalla.
En la «tele»
Llegó el Miércoles Santo. Mi hermano Paco y yo queríamos «dar la vuelta entera», expresión con la que manifestábamos nuestro deseo de cubrir en su integridad el recorrido de nuestra cofradía. Seguramente mi madre nos pondría para cenar una tortilla de jamón, porque durante unos años la cena del Miércoles Santo era una tortilla de jamón, la única, por cierto, que nos era dado saborear en todo el año durante nuestra infancia.
     Cuando, ya en San Pedro, se empezó a formar la procesión, nos pusieron a los dos como escoltas del estandarte de Cristo, haciendo ademán de sostener las borlas que rematan los cordones del mismo; pero cuando el nazareno que lo llevaba izaba la insignia, nuestra corta estatura nos impedía alcanzar la citada borla, por lo que íbamos prácticamente de adorno. Mi padre, como era natural, llevaba su campanilla en el tramo que nosotros cerrábamos, el comprendido entre el escudo de armas y el estandarte de Cristo.
     Salimos a las once y media de la noche, y no sé a qué hora llegamos a carrera oficial. La entrada a la misma estaba en la confluencia de la calle San Pablo con Calvo Sotelo, por lo que la Misericordia, para llegar allí, tuvo que dar un grandísimo rodeo saliendo por Alfonso XII, Ronda de Andújar, Arroyo de San Lorenzo, Santa María de Gracia, Realejo (entonces General Varela), y San Pablo.
     Al girar a la izquierda me aturdió la potentísima luz de los focos encendidos. Cuando se me pasó un poco el deslumbramiento, miré descaradamente las cámaras al pasar cerca de ellas. Luego seguí mi camino. Mi hermano y yo conseguimos hacer el recorrido completo, y eso que la carrera oficial llegaba entonces hasta la esquina de Gran Capitán con la avenida del Generalísimo (hoy Ronda de los Tejares); para regresar volvíamos a las Tendillas, bajando Claudio Marcelo hacia la Espartería y, desde allí a San Pedro por el Socorro, la Almagra y la calle del Poyo.
     No sé a qué hora llegó la procesión a la parroquia, pero seguramente no antes de las cuatro o las cinco de la madrugada. Sí sé que cuando llegamos a casa, mi madre, que por supuesto ya estaba en la cama, se despertó y dijo algo parecido a «¡Lo más bonito que ha salido en la televisión!». Fue, naturalmente, mi primera aparición en la pequeña pantalla. Y pocos días después mi padre, seguramente después de hablar con el señor Arcas, que así se llamaba el propietario de la cámara de fotos, llevó a casa las dos fotografías que aún conservo y que me han permitido conservar a buen recaudo la memoria de aquel día.
     Recuerdo algo más de aquella Semana Santa, pero es un recuerdo hermosamente difuminado. Diré, pues, que era el Viernes Santo por la noche. La carrera oficial había bajado hasta las inmediaciones de la Catedral y la procesión de la Virgen de los Dolores estaba ya de vuelta camino de San Jacinto. La hora era muy tardía, tanto que mi padre había decidido ya que volviéramos a casa. Vivíamos, como ya he dicho, en el número 1 de la calle Antonio del Castillo, y nos encontrábamos en la calle de la Feria, casi enfrente del Compás de San Francisco; estábamos a punto de entrar en la Medina por el Arco del Portillo cuando una mujer, que hoy me parecería salida de un cuadro de Julio Romero de Torres y que estaba allí, junto a nosotros, se puso a cantar una saeta ante la «Señora de Córdoba». Vestía –o eso me pareció a mí entonces y me sigue pareciendo ahora− una bata de cola, o al menos un vestido de gitana muy ajustado, de raso de color granate; llevaba el pelo negro como el azabache recogido en un apretado moño y tenía, naturalmente, puesta la mirada en la Virgen de los Dolores. No recuerdo el detalle de la letra que cantó, pero sí que incluía las palabras «Santísima Virgen de los Dolores» y que las cantó con una voz que hoy describiría como profunda y aterciopelada.

     Por cierto, en la casa de vecinos de la calle Antonio del Castillo donde vivían mis padres, residía también una familia conocida por la mía, ya que el padre, don José González, era compañero de mi abuelo, practicante como él en el Hospital de Agudos, situado donde hoy se halla la Facultad de Filosofía y Letras. Pues bien, el hijo mayor de esa familia, José Luis, salía de nazareno en la Hermandad de los Dolores. Andando el tiempo, lo he vuelto a saludar en alguna ocasión como cofrade de Jesús Nazareno; su hermano Juan González, que nació con pocos días de diferencia con mi hermano Ángel, llegó a ser hermano mayor de la Hermandad del Cristo de Gracia y secretario de la Agrupación de cofradías. No fueron, como se verá, mis únicos vecinos cofrades en los años de mi infancia.
(Continuará)

domingo, 16 de marzo de 2014

Al principio fue una foto

Al principio fue una foto

La historia se mezcla en ocasiones con los recuerdos personales. Y aunque se trate de una historia pequeña, como la de una Hermandad de penitencia de una ciudad bastante provinciana, resulta atractivo tratar de integrar dicha historia con la memoria de quien ha tenido la oportunidad de vivirlos desde muy cerca. Éste y no otro es el objetivo de las líneas que siguen, surgidas exclusivamente –es decir, sin más apoyo documental externo que el mínimamente imprescindible− de la memoria de quien las escribe.

El principio

Al principio… Al principio era una túnica blanca con una faja morada. Sinceramente, no tengo recuerdos personales anteriores a mi condición de cofrade, o mejor dicho: son tan pocos, cuantitativa y cualitativamente considerados, que puedo presumir, de nuevo, de que en realidad no tengo recuerdos personales anteriores a mi condición de cofrade.
     La culpa la tiene una fotografía. Me la hizo un fotógrafo ambulante en la puerta de la sacristía de la parroquia de San Pedro, el Miércoles Santo de 1962. En ella se puede ver a mi padre, en el centro, posando junto a sus dos hijos mayores. Él aparece serio, mi hermano Paco muy formalito y yo quizá un poco asustado.

     La procesión iba a salir muy tarde, quizá sobre las once de la noche o después. Mi madre se había quedado en casa, cuidando a mis dos hermanos menores: Manolo tenía algo menos de cuatro años y Ángel poco más de uno.
     Nos habíamos vestido de nazarenos en el domicilio de mi abuela paterna, Encarnación, que vivía en una  casa de vecinos, muy antigua que estaba situada en el número 32 de la calle Gutiérrez de los Ríos: pozo en el patio, vericuetos y pasillos, soportales arriba y abajo, gatos variados, olores contradictorios y cocina comunal para casi todos los vecinos eran algunos de sus rasgos distintivos. Supongo que allí, antes de irnos a San Pedro, mis dos tías solteras, Encarnación y Rosario, nos pondrían algo de cenar. Supongo también que allí ellas mismas me vistieron de nazareno por primera vez. El caso es que llegamos a San Pedro más o menos una hora antes de salir la procesión: en aquellos años (así se hizo hasta 1977, al menos en mi Hermandad) no era costumbre celebrar la llamada «Misa de Nazarenos», y toda la parte religiosa consistía en una breve alocución del párroco y el rezo de alguna oración.
     En el pasillo central que daba acceso a la sacristía estaba sentado −lo vi después bastantes años− un limpiabotas, contratado por la Hermandad para teñir de negro, in extremis, los zapatos de algún nazareno que se hubiera olvidado de que el hábito penitencial de la Misericordia se completa de forma inexcusable con «guantes blancos y calcetines y zapatos negros». De allí pasamos a la sacristía propiamente dicha. Entonces era diferente: las paredes estaban encaladas y delante de las cajoneras donde se guardaban los ornamentos litúrgicos había unos entarimados de madera, quizá con la intención de proteger del frío los pies del sacerdote mientras se revestía.
     Allí vi ya algo que me impresionó, o que me asustó incluso. Yo estaba acostumbrado a ir a San Pedro, pues no en balde acudía todos los domingos por la mañana a la catequesis infantil; pero nunca había visto dentro del templo tal bullicio: no es sólo que hubiera mucha gente, sino que todos iban vestidos de nazarenos y andaban de acá para allá, hablando en voz alta y con aspecto nervioso. A mí, que siempre hablaba en voz muy baja dentro del templo –eso era lo que me habían enseñado− me escandalizó un poco. Más me escandalicé cuando vi, ya dentro de la iglesia, a un nazareno que, naturalmente a cara descubierta, comía con toda naturalidad una tableta de chocolate ¡ante la mismísima cancela de la capilla del Sagrario!
     Quizá eso fuera el desencadenante del nerviosismo que me inundaba desde un buen rato atrás. El caso es que no pude más y comencé a llorar desconsoladamente. «¡Yo me quiero ir a mi casa!», debí de decir. Mi padre no sabía qué hacer, pero lo hizo en tiempo récord. A toda prisa, nos tomó de la mano a mi hermano Paco y a mí, y temiendo que la cofradía saliera mientras él estaba nuevamente fuera de San Pedro, nos llevó corriendo a casa de mi abuela para que yo me quedara.
     Así me perdí, pues, la que hubiera sido mi primera procesión como nazareno de la Misericordia: sólo por mi culpa, por mi grandísima culpa, perdí un año en el escalafón, que en realidad fueron dos, porque en 1963, el año siguiente, la Hermandad no pudo salir a causa de la lluvia.
     No sé si mi padre llegó a tiempo de incorporarse a su sitio en la procesión antes de salir. Por  aquel entonces aún no formaba parte de la junta de gobierno y su misión en el cortejo era hacer sonar una campanilla en un tramo de nazarenos. Recuerdo que luego, con mis tías o con mi madre, que ya no precisa mi memoria ese detalle, vimos pasar la procesión por el Arco Bajo de la Corredera, donde mi hermano Paco se salió del cortejo y se vino con nosotros.
     Ése es mi primer recuerdo como nazareno de la Misericordia. Yo no había cumplido aún los seis años y no sabía, naturalmente, que la Semana Santa de Córdoba estaba en crisis, que ese año varias Hermandades no salieron (fue el primero en que no hizo estación la Oración en el Huerto, en un paréntesis que duró hasta 1975) y que incluso la mía, la Misericordia, tampoco iba a salir en un principio ni figuraba en los guiones de horarios e itinerarios, aunque finalmente, al parecer en pocos días, se pudo organizar todo y se salió como se pudo.

     Hay otros recuerdos, quizá incluso anteriores a esta primera foto, pero son sumamente neblinosos, por lo que me resulta imposible precisar el año, el día de la Semana Santa y demás circunstancias en que ocurrieron los hechos que muy vagamente recuerdo. Por ejemplo, sin duda alguna en los años 1960 o 1961, mis padres me llevaron a la Catedral a ver alguna procesión en el Patio de los Naranjos; sólo puedo decir que lo que hay en mi memoria, y que posiblemente no coincida con la realidad de lo que vi, es un paso de Virgen, sin palio, totalmente blanco y llevado por costaleros. Puede que alguno de estos datos sea cierto, pero dudo mucho que lo sea el conjunto de ellos que, sin embargo, son como digo los que tengo en la memoria. También recuerdo, en una difusa niebla que pone sobre los hechos un filtro en blanco y negro, haber visto –esta vez fuera de la Catedral, pero en sus alrededores− pasar la procesión del Señor de la Caridad, de la que sólo tengo un ligero flash de cuando mi padre nos hizo levantarnos al paso de la bandera nacional que abría el desfile de los legionarios. Yo, por cierto, estaba sentado en uno de esos poyetes de mármol de escasa altura que rodean el perímetro de la Catedral por algunos de sus tramos.
(Continuará)