Mi segundo recuerdo preciso de la Semana Santa va asociado a
otra foto; en realidad son dos, muy parecidas. Son fotos en blanco y negro
hechas curiosamente a un aparato de televisión, lógicamente también en blanco y
negro.
Fue en 1964 (ya he
dicho que en Semana Santa de 1963 no salió mi Hermandad). Mi padre se había
comprado su primer televisor unos meses antes. Lo adquirió a plazos, claro. Era
un aparato de 19 pulgadas de marca Iberia, el último modelo de esa marca
española que llegó a ser casi rival de la entonces todopoderosa Philips.
Un día, supongo
que poco antes de Semana Santa, llegó mi padre a casa anunciando a bombo y
platillo que iban a televisar en directo «las procesiones del
Jueves y el Viernes Santo de Córdoba». Yo me sentí frustrado, pues aunque
presumiblemente no iba a poder ver la procesión, ya que iría formando parte de
ella −el vídeo no existía ni en la imaginación más calenturienta− me hacía
ilusión que mi Hermandad apareciera en el mágico mundo de la televisión.
Un día más tarde,
mi padre llegó a casa anunciando que iban a televisar en directo «las
procesiones del Miércoles, el Jueves y el Viernes Santo de Córdoba». No sé
a qué se pudo deber esa ampliación de las retransmisiones pero, como el lector se
puede suponer, mis hermanos y yo nos pusimos contentísimos.
La Semana Santa se
acercaba y, como mi hermano y yo teníamos que ir todos los días al colegio La
Milagrosa, que estaba y está en la calle Gondomar, veíamos al ajetreo propio en
el centro de la ciudad.
Las
retransmisiones se harían desde el Ayuntamiento, o más exactamente desde la
calle Calvo Sotelo (hoy Capitulares), y allí se pusieron las cámaras, los focos
y las plataformas elevadas para que los equipos técnicos pudieran hacer su
trabajo. No hay que decir que en aquel tiempo la tecnología estaba mucho menos
avanzada que hoy y por tanto los aparatos –cámaras, focos, etc.− eran de
dimensiones muchísimo más grandes que en la actualidad. Las cámaras eran
enormes, y recuerdo que mostraban la marca Pye, una marca que también fabricaba
televisores que se anunciaban… en la propia «tele». Pero a mí lo
que más me llamó la atención era el diámetro exageradamente grueso de los
cables, las «mangueras» creo que se llaman, que
comunicaban unos aparatos con otros y todos con la red eléctrica.
Llegó el Domingo
de Ramos. Como era habitual entonces, fuimos al Campo de la Verdad, a ver la procesión
del Cristo del Amor al tiempo que visitábamos a mi tío Manuel Pineda Fernández,
hermano de mi madre, que vivía en la calle Utrera con su esposa e hijos. Una
vez allí, nos dirigimos todos a una casa de la antigua Carretera de Castro, y
desde uno de los balcones vimos pasar la procesión. La encabezaban los
batidores a caballo de la Policía Municipal –la denominación «Policía
Local» es muy posterior−; eran cinco jinetes, uno delante y cuatro en
paralelo detrás. Todos los caballos eran de color oscuro menos uno, de color
blanco o al menos gris, que estaba en la segunda fila. La suegra de mi tío,
Teresa Villarreal, dijo: «¿Y no podían haber puesto
en blanco en cabeza?».
A esa casa, a
cuyos propietarios yo no conocía de nada, habíamos ido –lo supe mucho después,
naturalmente− a que mi padre le pidiera un favor a su propietario. El favor era
que le hiciera unas fotos a la televisión cuando pasara nuestra procesión,
sobre todo si aparecíamos mi hermano y yo. Eran tiempos en que casi nadie tenía
una cámara de fotos y mis padres querían tener constancia de ese momento, por
si se nos veía en la pequeña pantalla.
En la «tele»
Llegó el Miércoles Santo. Mi hermano Paco y yo queríamos «dar
la vuelta entera», expresión con la que manifestábamos nuestro deseo de
cubrir en su integridad el recorrido de nuestra cofradía. Seguramente mi madre
nos pondría para cenar una tortilla de jamón, porque durante unos años la cena
del Miércoles Santo era una tortilla de jamón, la única, por cierto, que nos
era dado saborear en todo el año durante nuestra infancia.
Cuando, ya en San
Pedro, se empezó a formar la procesión, nos pusieron a los dos como escoltas
del estandarte de Cristo, haciendo ademán de sostener las borlas que rematan
los cordones del mismo; pero cuando el nazareno que lo llevaba izaba la
insignia, nuestra corta estatura nos impedía alcanzar la citada borla, por lo
que íbamos prácticamente de adorno.
Mi padre, como era natural, llevaba su campanilla en el tramo que nosotros
cerrábamos, el comprendido entre el escudo de armas y el estandarte de Cristo.
Salimos a las once
y media de la noche, y no sé a qué hora llegamos a carrera oficial. La entrada
a la misma estaba en la confluencia de la calle San Pablo con Calvo Sotelo, por
lo que la Misericordia, para llegar allí, tuvo que dar un grandísimo rodeo
saliendo por Alfonso XII, Ronda de Andújar, Arroyo de San Lorenzo, Santa María
de Gracia, Realejo (entonces General Varela), y San Pablo.
Al girar a la
izquierda me aturdió la potentísima luz de los focos encendidos. Cuando se me
pasó un poco el deslumbramiento, miré descaradamente las cámaras al pasar cerca
de ellas. Luego seguí mi camino. Mi hermano y yo conseguimos hacer el recorrido
completo, y eso que la carrera oficial llegaba entonces hasta la esquina de
Gran Capitán con la avenida del Generalísimo (hoy Ronda de los Tejares); para
regresar volvíamos a las Tendillas, bajando Claudio Marcelo hacia la Espartería
y, desde allí a San Pedro por el Socorro, la Almagra y la calle del Poyo.
No sé a qué hora
llegó la procesión a la parroquia, pero seguramente no antes de las cuatro o
las cinco de la madrugada. Sí sé que cuando llegamos a casa, mi madre, que por
supuesto ya estaba en la cama, se despertó y dijo algo parecido a «¡Lo más bonito que ha
salido en la televisión!». Fue, naturalmente, mi primera aparición en la
pequeña pantalla. Y pocos días después mi padre, seguramente después de hablar
con el señor Arcas, que así se llamaba el propietario de la cámara de fotos,
llevó a casa las dos fotografías que aún conservo y que me han permitido conservar
a buen recaudo la memoria de aquel día.
Recuerdo algo más
de aquella Semana Santa, pero es un recuerdo hermosamente difuminado. Diré,
pues, que era el Viernes Santo por la noche. La carrera oficial había bajado
hasta las inmediaciones de la Catedral y la procesión de la Virgen de los Dolores
estaba ya de vuelta camino de San Jacinto. La hora era muy tardía, tanto que mi
padre había decidido ya que volviéramos a casa. Vivíamos, como ya he dicho, en
el número 1 de la calle Antonio del Castillo, y nos encontrábamos en la calle
de la Feria, casi enfrente del Compás de San Francisco; estábamos a punto de
entrar en la Medina por el Arco del Portillo cuando una mujer, que hoy me parecería
salida de un cuadro de Julio Romero de Torres y que estaba allí, junto a
nosotros, se puso a cantar una saeta ante la «Señora
de Córdoba». Vestía –o eso me pareció a mí entonces y me sigue pareciendo
ahora− una bata de cola, o al menos un vestido de gitana muy ajustado, de raso
de color granate; llevaba el pelo negro como el azabache recogido en un
apretado moño y tenía, naturalmente, puesta la mirada en la Virgen de los
Dolores. No recuerdo el detalle de la letra que cantó, pero sí que incluía las
palabras «Santísima Virgen de los Dolores»
y que las cantó con una voz que hoy describiría como profunda y aterciopelada.
Por cierto, en la
casa de vecinos de la calle Antonio del Castillo donde vivían mis padres, residía
también una familia conocida por la mía, ya que el padre, don José González,
era compañero de mi abuelo, practicante como él en el Hospital de Agudos,
situado donde hoy se halla la Facultad de Filosofía y Letras. Pues bien, el
hijo mayor de esa familia, José Luis, salía de nazareno en la Hermandad de los
Dolores. Andando el tiempo, lo he vuelto a saludar en alguna ocasión como
cofrade de Jesús Nazareno; su hermano Juan González, que nació con pocos días
de diferencia con mi hermano Ángel, llegó a ser hermano mayor de la Hermandad
del Cristo de Gracia y secretario de la Agrupación de cofradías. No fueron,
como se verá, mis únicos vecinos cofrades en los años de mi infancia.
(Continuará)
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